XVI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

17 de julio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Señor, no pases de largo junto a tu siervo (Gén 18, 1-10a)
  • Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? (Sal 14)
  • El misterio escondido desde siglos, revelado ahora a los santos (Col 1, 24-28)
  • Marta lo recibió. María ha escogido la parte mejor (Lc 10, 38-42)
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- La capacidad más grande que tiene el hombre es la de dar hospitalidad a Dios, la de poder recibirle, acogerle y servirle en la propia casa, es decir, en el propio corazón. En eso consiste la dignidad única  del hombre. 

- Este misterio de la hospitalidad que el hombre puede dar a Dios es un misterio de amor. Así lo anunció Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). El hecho inaudito es que el Creador se hace nuestro huésped por amor a nosotros y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vienen a habitar en nuestro corazón.  Esta presencia de Dios en nosotros no es la presencia común que Dios tiene a todos los seres por el hecho de ser su Creador, su causa eficiente y ejemplar y final, sino que es otro tipo de presencia, una presencia interpersonal que sólo se produce cuando el hombre ama a Dios, cuando por amor le abre las puertas de su corazón.

- Dar hospitalidad a Dios es algo muy exigente porque Dios es un huésped muy delicado: si no se encuentra  a gusto se va. El huésped no es una propiedad privada del anfitrión. Dios es un huésped delicado: no puede convivir con la suciedad espiritual del pecado. Si nosotros pecamos gravemente Él se marcha, no lo puede soportar. Por eso san Pablo nos advierte: “No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda amargura, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad, desaparezca de entre vosotros” (Ef 4, 30-31). Dar hospitalidad a Dios exige el esfuerzo serio y constante de nuestra conversión.

- Pero dar hospitalidad a Dios es el mejor “negocio” que podemos hacer porque en esta hospitalidad el huésped enriquece al anfitrión, Dios nos enriquece a nosotros muchísimo más que nosotros a Él. De ahí la observación que hace el Señor a Marta, que no significa en modo alguno un reproche, sino una matización para precisar la justa jerarquía de valores, según la cual es mucho más importante acoger, escuchar y contemplar a Cristo que no intentar servirle según nuestro honrado saber y entender. Abraham ofreció a Dios comida; Dios le dio un hijo que había sido imposible tener hasta ese momento; Marta le dio a Jesús comida; Jesús le dio sus palabras que son “espíritu y vida”, que son “palabras de  vida eterna”. Dios no se deja vencer en generosidad. 
Dios no visitó a Abraham para comer un ternero suyo sino para bendecirlo con un don inesperado: un hijo nacido en su vejez y en la de su mujer Sara. Jesús no visitó a Marta y María para ser alimentado por ellas, sino para alimentarlas a ellas con su presencia y con sus palabras. El Señor se complace en acoger nuestros dones pero siempre en la conciencia de que son humilde respuesta al Don por excelencia que es su presencia entre nosotros.
- Para dar hospitalidad a Dios lo primero que el hombre le tiene que dar es su atención, es su tiempo, es su presencia. Por eso Jesús alabó a María. Si obramos así, podremos luego servir a Dios como Él quiere ser servido, según sus deseos. Si no obramos así, intentaremos servirle pero según nuestras ideas, mientras que el Señor quiere ser servido según sus ideas y no según las nuestras. Y para obrar así necesitamos tiempo para el silencio, para la oración, para la acogida tranquila de la presencia y de la palabra del Señor. De ahí el sentido del Templo: “El Maestro está ahí y te llama”. De ahí la necesidad del silencio en el Templo. El Templo no es sólo el lugar donde se reúne la comunidad; el Templo es mucho más, es el lugar del encuentro personal con Dios.

- Esta hospitalidad esencial y fundamental para con Dios nos invita a reflexionar sobre nuestra actitud con los demás, con el prójimo. A menudo queremos honrar al prójimo, amarle y servirle y para ello le ofrecemos, ante todo, nuestro tener: lo colmamos de dones, de bienes. Y sin embargo el prójimo, al igual que Jesús, al igual que Dios, quiere, ante todo, nuestro ser, nuestra presencia, nuestra atención. ¿Qué estamos haciendo con nuestros pequeños y con nuestros mayores, con nuestros hijos y con nuestros padres? Los colmamos de bienes pero no tenemos tiempo de escucharles, de hablar con ellos, de estar con ellos, de ofrecerles nuestra compañía. Entonces los tratamos como animales de granja: que no les falte nada; pero les faltamos nosotros.