XV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

10 de julio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • El mandamiento está muy cerca de ti para que lo cumplas (Dt 30, 10-14)
  • Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón (Sal 68)
  • Todo fue creado por él y para él (Col 1, 15-20)
  • ¿Quién es mi prójimo? (Lc 10, 25-37)
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Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

En esta pregunta se afirma, en primer lugar, la certeza de que hay una “vida eterna”, de que hay un “Reino de Dios”, que Dios ha preparado para que los hombres lo recibamos como “herencia” y que, por lo tanto, esta vida terrena, no es el horizonte último en el que se sitúa la existencia del hombre: hay más, hay otra cosa, hay vida eterna, hay un Reino de Dios.

Y en segundo lugar se afirma también el convencimiento de que para heredar esa vida, para participar en ese Reino, se requiere por parte del hombre una determinada actitud. Por eso el letrado pregunta “qué tengo que hacer”. No se trata, pues, de una herencia que se nos dé automáticamente, que se nos imponga queramos o no queramos. La palabra del Señor va a decirnos cuál esa actitud que Dios espera de nosotros para hacernos partícipes de su herencia.

Le dio lástima

Y esta actitud se resume en lo que el Señor dice que le ocurrió al samaritano cuando vio a aquel hombre maltrecho: “le dio lástima”. Se trata, por tanto, del corazón compasivo, de la misericordia frente a la necesidad y el desamparo de los hombres afligidos, machacados por la vida.

La pregunta del letrado “¿y quién es mi prójimo?”, era la pregunta sobre cuáles eran las condiciones que debía cumplir alguien para que yo lo considerara mi prójimo y lo amara “como a mí mismo”, tal como manda la Ley del Señor. Jesús, con esta parábola, responde a esta cuestión diciendo que no hay otra condición más que la necesidad real que tenga una persona. Nada más. No es la raza, ni la cultura, ni la lengua, ni la opción política, ni la religión, lo que hace que yo deba considerarlo mi prójimo: es simplemente su necesidad real.

El verdadero buen samaritano es Cristo

Esta parábola es una descripción de lo que Dios, a través de su Hijo Jesucristo, ha hecho por nosotros. Un hombre (“Adán”) bajaba (el pecado nos hace “bajar”) de Jerusalén a Jericó (es decir, del Paraíso terrenal en el que Dios puso al hombre una vez creado, a este mundo desordenado por el pecado del hombre). Este hombre -que es toda la humanidad- fue desnudado y molido a palos por unos bandidos –es decir, por los demonios que consiguieron, mediante el pecado de Adán, reducir al hombre a la miseria.

El buen samaritano, que es Dios, cuando vio al hombre en ese estado “le dio lástima” y se le acercó -se le acercó tanto, que se hizo hombre por la encarnación de su único Hijo Jesucristo-, y le vendó las heridas echándoles aceite y vino, es decir, aplicándoles la unción espiritual que es el Espíritu Santo, que recibimos en los sacramentos, y el vino de su propia sangre que nos da en la Eucaristía. Después nos montó en su propia cabalgadura, es decir, asumió sobre sí mismo toda nuestra miseria y con ella subió a la Cruz, para después llevarnos a la posada y cuidarnos en ella: esa posada es la Iglesia, que es el lugar del reposo y de la curación espiritual, donde Cristo nos va sanando de las heridas que nosotros mismos nos hemos infligido al pecar. La Iglesia se parece a un hospital: hay vendas sucias, hay pus, hay microbios, pero es el lugar de la sanación, de la curación y regeneración del hombre. Por eso, si tenemos un corazón compasivo, hay que llevar a todos los hombres a la Iglesia. Para que sean curados por Cristo. Que así sea.