XVII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

24 de julio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • No se enfade mi Señor si sigo hablando (Gén 18, 20-32)
  • Cuando te invoqué, me escuchaste, Señor (Sal 137)
  • Os vivificó con él, perdonándoos todos los pecados (Col 2, 12-14)
  • Pedid y se os dará (Lc 11, 1-13)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El evangelio de hoy, queridos hermanos, quiere inculcarnos una gran confianza en la positividad de lo real, en la bondad de la realidad. Nos recuerda que lo real es fundamentalmente bueno y que responde a nuestras necesidades y que no debemos dudar en pedir, en buscar y en llamar “porque quien pide recibe, quien busca halla y al que llama se le abre”. Y la razón de esta positividad y bondad de lo real es que la realidad es obra de Dios y Dios es un Padre lleno de amor por sus hijos que somos nosotros.

El que Dios sea un Padre lleno de bondad y de amor por nosotros no significa que Dios esté ciego y que no vea nuestras meteduras de pata y nuestros crímenes y pecados. Por eso el Señor dice: “si vosotros que sois malos”. Dios no tiene una idea optimista del ser humano, Dios no piensa que “todo el mundo es bueno”. Pero Dios cree en el poder del bien y en la victoria final del bien sobre el mal y por eso está dispuesto a darnos el Espíritu Santo a quienes recurrimos a Él.

Fijémonos en que Jesús no dice que nos dará lo que a nosotros nos apetezca, sino el Espíritu Santo. La oración no se ha inventado para conseguir lo que a nosotros nos apetece, sino para conseguir que el Reino de Dios venga a nosotros, que la gloria de Dios inunde la tierra, que nuestros pecados sean perdonados etc. Y este es el sentido del Padre nuestro que se inicia con unas peticiones en la cuales salimos de nosotros mismos por completo para suplicar la gloria de Dios: que Su nombre sea santificado, que venga Su reino, que se haga Su voluntad, -Su nombre, no el mío, Su reino, no el mío, Su voluntad, no la mía. Orar es, ante todo, afirmar a Dios, suplicar que nuestra vida sea una afirmación de Dios, una manifestación de su gloria.

Gloria significa belleza. Que la gloria de Dios se manifieste en nuestra vida significa que nuestra vida esté envuelta en la belleza de Dios, sostenida por ella, orientada por ella. Y cuando eso ocurre es cuando, en realidad de verdad nosotros somos nosotros mismos. Porque, como dijo san Ireneo, “la gloria de Dios es el hombre vivo”: Dios manifiesta su gloria creando al hombre, un ser a su imagen y semejanza. Y este ser creado a imagen y semejanza de Dios hace posible la percepción de la gloria del Padre cuando actúa como Él, haciendo salir el sol sobre malos y buenos y caer la lluvia sobre justos e injustos. La gratuidad en el amor, el ser capaces de amar sin ser correspondidos, de amar a los que nos odian, es lo que hace de nosotros manifestadores de la gloria de Dios, anticipadores de la plenitud de su Reino.

Porque Dios es más grande que nuestro corazón (1Jn 3, 20), incluso si se trata de un corazón tan grande como el de Abraham, nuestro padre en la fe, que en su intercesión por la salvación de las ciudades de Sodoma y Gomorra, fue rebajando el número de justos que había que encontrar en ellas para que Dios otorgara su perdón. Y se detuvo en diez. Seguramente Abraham pensó que salvar ambas ciudades si en ellas no había ni diez justos era algo excesivo, y por eso se detuvo ahí. Sin embargo se quedó corto: el corazón de Dios nos sorprenderá más adelante en su Hijo Jesucristo pues en él, por la presencia de un solo justo (Jesús), nos ha perdonado a todos, tal como nos lo ha recordado la segunda lectura de hoy: Borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz.

Demos gracias a Dios por su generosidad y supliquémosle que nos otorgue su Espíritu Santo, que dilate nuestro corazón a la medida del corazón de Cristo.