El sexto mandamiento



1. El significado humano de la sexualidad.

Al crear al ser humano a su imagen, Dios crea dos seres distintos y diferentes para que testimonien de su unidad. Dios es tan grande que su imagen “no cabe” dentro de un solo ser: hacen falta dos, distintos y diferentes, para que algo de su gloria pueda ser expresado. La Escritura explícita claramente la idéntica dignidad personal del varón y de la mujer: El día en que Dios creó al hombre, le hizo a imagen dé Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo y los llamó 'Hombre' en el día de su creación (Gn 5,1-2). El “hombre” es, así, un ser que se produce, desde el principio, de una forma diferenciada, como varón y como mujer. La sexualidad que les diferencia no es el atributo de unos órganos de su cuerpo, sino una dimensión que atraviesa todo su ser, el espíritu, el alma y el cuerpo (1Ts 5,23), aunque concierne de manera particular a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, en términos más generales, a la capacidad de establecer vínculos de comunión con otro.

El hombre y la mujer son recíprocamente el otro-igual-diferente, y de este modo están constituidos como signo vivo de la transcendencia divina, de tal manera que, entre la transcendencia de Dios y la transcendencia del hombre para la mujer y de la mujer para el hombre, existe una relación del tipo significado-significante. En los avatares de su mutua relación, el hombre y la mujer, aprenden a conjugar la transcendencia, descubriendo, en primer lugar, la actitud secreta de su corazón frente a ella: la capacidad de una acogida maravillada y agradecida del otro, o la violencia reductora con la que se pretende domesticarlo, plegándolo a los propios intereses. Su relación reviste así un cierto carácter sacramental, constituyendo un campo privilegiado para testimoniar la santidad de Dios.

La visión bíblica del hombre es profundamente unitaria y prohíbe separar lo que Dios ha unido. Habiendo unido Dios el espíritu, el alma y el cuerpo en la unidad del ser del hombre, el cristianismo entiende el cuerpo como el lugar donde se manifiesta la presencia personal del hombre y donde mora, por el bautismo, el Espíritu Santo (1Co 6,19). La regulación cristiana de la sexualidad, que el sexto mandamiento articula, arranca del convencimiento de la alta relevancia espiritual de todo lo que concierne al cuerpo, en claro contraste con otras visiones dualistas del ser humano, como las propias de la gnosis o de las religiones orientales.

2. La vocación a la castidad.

La castidad expresa la correcta vivencia de la sexualidad según el plan de Dios. Castidad es sinónimo de integridad, es decir, de verdad, de vivencia no-mutilada, no-parcializada, de la sexualidad. La castidad refiere la sexualidad a la verdad ontológica del ser humano y expresa, en primer lugar, la necesidad moral de que el hombre viva la sexualidad como expresión de la verdad profunda y total de su propio ser. El ser del hombre está compuesto, en su unidad, de espíritu, alma y cuerpo (1Ts 5,23): la castidad regula el ejercicio de la sexualidad exigiendo que sea expresión de la verdad total del ser humano, de tal manera que el lenguaje de las palabras y de los gestos exprese la verdad no sólo del cuerpo, sino también del alma y del espíritu, es decir, la verdad profunda del corazón del hombre.

La castidad expresa, en segundo lugar, la llamada a vivir la sexualidad como una forma de donación de sí mismo al otro, como una forma de entrega a Dios y a los demás. Pues el cristiano sabe que, desde el día de su bautismo, toda su persona pertenece a Jesucristo, de cuyo cuerpo es un miembro vivo, y por Él pertenece al Padre, en el Espíritu Santo, según las palabras del Señor: Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él (Jn 14,23). Esta realidad, fruto del bautismo, es la que hace exclamar a Pablo: ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? (1Co 6,19). El cristiano, que ha recibido la salvación de Dios por la entrega sacrificial del cuerpo de Cristo, sabe que está llamado a ofrecer el verdadero culto, adorando al Padre en espíritu y en verdad (Jn 6,23), es decir, según la integralidad del propio ser, y que este culto comporta el ofrecimiento de vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (Rm 12,1).

El cristiano vive así en la conciencia de que todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, pertenece a Dios y que, en consecuencia, él no puede disponer de su cuerpo a su arbitrio, sino que es Dios mismo quien dispone de él. Siendo el propio cuerpo templo del Espíritu Santo, es decir, morada donde habita el Amor subsistente de Dios, la manera cristiana de tratar y de abordar el cuerpo, tanto el propio como el del prójimo, está determinada por la conciencia de esta realidad. El cristiano sabe que sólo el Amor es digno del Amor, y que el cuerpo humano sólo es dignamente tratado cuando se aborda en el Nombre del Amor. Ante el cuerpo del hombre, “casa de Dios”, “lugar donde reside Su gloria”, el cristiano escucha las mismas palabras que escuchó Moisés ante la zarza ardiente: el lugar en que estás es tierra sagrada (Ex 3,5). Pues el Dios que habita ese cuerpo es un fuego devorador (Hb 12,29), el fuego devorador de su propio ser que es Amor (1Jn 4,8). La castidad expresa, en el terreno de la sexualidad, la exigencia fundamental de toda la vida cristiana, es decir, la caridad, como don indivisible de sí mismo a Dios y al prójimo.

La vida en la verdad y en el amor que la castidad exige, encuentra una poderosa resistencia en el corazón del hombre, marcado por el pecado original. El hombre vive de hecho un conflicto interior en el que experimenta la rebeldía de los diversos estratos y fuerzas de su ser, contra la orientación fundamental de la existencia hacia Dios (cfr. Rm 7,14-25). San Pablo tematiza este conflicto como conflicto entre la carne y el espíritu, entendiendo por carne, no el cuerpo en su realidad material, sino el conjunto de los deseos y planteamientos de vida elaborados al margen de Dios, y por espíritu la docilidad al Espíritu Santo (Rm 8,5-13). Este conflicto espiritual sitúa al hombre ante su verdadero dilema que consiste en desarrollar en él el homo animalis o el homo spiritualis. El conflicto es muy fuerte y encuadra toda la vida del hombre en el marco de un combate espiritual, el combate de la fe (1Tm 6,12; Judas 3), que comporta una lucha contra el pecado que tiene que llegar, si fuera necesario, hasta la sangre (Hb 12,4). La sexualidad humana es uno de los lugares antropológicos donde con más claridad se revela la hondura de este combate. Por eso afirma el Catecismo: “La castidad tiene unas leyes de crecimiento; éste pasa por grados marcados por la imperfección y, muy a menudo, por el pecado” (2343).

3. Las ofensas a la castidad.

En general hay que afirmar que se peca contra el sexto mandamiento cuando el placer sexual es buscado por sí mismo, como un valor autónomo, es decir, independientemente de su dimensión unitiva y procreadora. El ejercicio de la sexualidad debe ser vivido en fidelidad a la propia verdad de la sexualidad, y también aquí es válida la palabra del Señor que no separe el hombre lo que Dios ha unido (Mt 19,6). Pues Dios ha unido en la sexualidad el gozo de la mutua entrega con la posibilidad procreadora de un nuevo ser humano. El placer sexual ha sido también creado por Dios y no es malo en sí mismo; pero tiene que producirse como expresión de una vivencia de la sexualidad según su propia verdad, pues no es la sexualidad la que ha sido creada en función del placer, sino lo contrario. La enseñanza de la Iglesia conecta aquí con las grandes tradiciones culturales y religiosas de la humanidad, que siempre han considerado que el placer debe ser el fruto del recto ejercicio de una dimensión o actividad humana, y que la realización del hombre no se obtiene buscando directamente el placer, sino buscando el uso adecuado de la libertad, del cual se sigue, como un fruto derivado, el placer. La lujuria consiste precisamente en esa búsqueda del placer sexual por sí mismo, independientemente de la dimensión unitiva y procreadora de la sexualidad.

Los métodos anticonceptivos son contrarios a la virtud de la castidad porque separan lo que Dios ha unido en la realidad de la sexualidad. El Creador, en efecto, en la sexualidad ha unido la expresión de una entrega recíproca entre el varón y la mujer –“que mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct 2,16)- y la posibilidad de que de esa unión surja un nuevo ser. Constituye, por lo tanto, un desorden objetivo grave el separar estas dos dimensiones de la sexualidad, a saber, la dimensión unitiva (entrega recíproca de los esposos) y la dimensión procreadora.

La masturbación consiste en la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. Es un acto intrínseca y gravemente desordenado, pues el goce sexual se busca aquí al margen tanto de la dimensión unitiva como de la procreadora. El cristiano no vive el propio cuerpo ante todo como una posibilidad de placer, sino como una posibilidad de comunión y de oblatividad. Por ello la masturbación es un acto gravemente desordenado, aunque “para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la madurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que reducen, e incluso anulan, la culpabilidad moral”, según matiza el Catecismo, distinguiendo la moralidad objetiva del acto, de la responsabilidad moral de los sujetos (2352).

La fornicación consiste en la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. El cuerpo no es separable de la persona y por ello la entrega del cuerpo implica la entrega de toda la persona, con la historia que le constituye. El lugar antropológico de esa entrega es el matrimonio, comunión de vida y amor por la que un hombre y una mujer comparten su vida entera. Por eso enseña la Iglesia que la donación total de los cuerpos sólo puede tener un marco adecuado dentro del matrimonio, y que la fornicación es un pecado grave, ya que falsea la verdad profunda del gesto sexual, al no asumir la comunión de vida y amor que dicho gesto expresa.

La pornografía consiste en dar a conocer actos sexuales, reales o simulados, exhibiéndolos deliberadamente ante terceras personas. Constituye un pecado grave pues prescinde por completo de la verdad de la sexualidad, a la que presenta únicamente como una posibilidad de placer, ignorando por completo la dimensión comunional y la procreadora. Además en ella se instrumentaliza a las personas en función de una ganancia económica. La producción y difusión de la pornografía debe ser impedida por las autoridades civiles, ya que constituye un grave peligro al difundir una vivencia absolutamente falsa de la sexualidad humana.

La prostitución constituye, por idénticas razones, un pecado grave contra el sexto mandamiento, tanto para quien usa de ella como para quien la ejerce. Aunque a propósito de quienes la ejercen el Catecismo matiza: “Es siempre gravemente pecaminoso dedicarse a la prostitución, pero la miseria, el chantaje, y la presión social pueden atenuar la imputabilidad de la falta” (2355).

La violación consiste en forzar o agredir con violencia la intimidad sexual de una persona. Es siempre un acto intrínsecamente malo y constituye un pecado grave no sólo contra la castidad sino también contra la justicia. La gravedad aumenta todavía si la violación es cometida por los padres o por los educadores a los que los niños están confiados.

Los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados, como enseña la Sagrada Escritura que los presenta siempre como depravaciones graves (cfr. Gn 19,1-29; Rm 1,24-27; 1Co 6,9-10; 1Tm 1,9-10), pues no sólo están cerrados al don de la vida, sino que se rebelan contra el orden de la creación, en el que Dios ha creado la diferencia sexual como ayuda adecuada (Gn 2,18 y 20) entre el varón y la mujer. No pueden nunca ser aprobados por la Iglesia. Las personas homosexuales deben ser acogidas con respeto, compasión y delicadeza, pues muchas de ellas no han elegido su condición homosexual, sino que poseen tendencias homosexuales de carácter instintivo, que constituyen para la mayoría de ellas una auténtica prueba. Se debe evitar toda discriminación injusta hacia ellas.