3 de abril de 2022
(Ciclo C - Año par)
- Mirad que realizo algo nuevo; daré de beber a mi pueblo (Is 43, 16-21)
- El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres (Sal 125)
- Por Cristo lo perdí todo, muriendo su misma muerte (Flp 3, 8-14)
- El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra (Jn 8, 1-11)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
Al
escuchar este santo evangelio podemos tener la impresión de que la ley de
Moisés era excesivamente dura y exagerada al dictaminar que “si alguno comete
adulterio con la mujer de su prójimo, el adúltero y la adúltera deben ser
castigados con la muerte” (Lev 20,10). Sin embargo la ley de Moisés es la ley
que Dios dio a Moisés, es decir, es
la ley de Dios y lo que ella hace es expresar la verdad de las cosas. Y la
verdad de las cosas es que el pecado es
como un suicido del ser, porque el ser del hombre consiste en ser una mera
relación a Dios y quien peca rompe esa relación que le constituye y, por lo
tanto, se está suicidando, está negando el fundamento, el origen y la finalidad
de su ser, y en consecuencia, se está autodestruyendo. Y esto es lo que san Pablo,
con toda razón, afirma cuando dice que “el salario del pecado es la muerte” (Rm
6, 23).
Sin embargo Dios, que es sólo amor y misericordia, no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y que viva (Ez 18, 23) y por ello no aplica inmediatamente la justicia porque, si así lo hiciera, tendría que haber destruido a la humanidad entera desde hace mucho tiempo (como ya lo puso de relieve el relato de Noé y el diluvio universal). Por eso Dios da tiempo al pecador para que se arrepienta y pueda recibir el perdón de Dios, su gracia, y la vida que Dios otorga con ella.
Pero para
poder arrepentirse hace falta darse cuenta de que uno es pecador y necesita ser
perdonado: si uno se cree justo, no se arrepiente de nada. Por eso el primer
gesto de la bondad y de la misericordia de Dios en este evangelio no es para la
mujer, sino para los letrados y los fariseos que acusan a la mujer: el Señor,
escribiendo o dibujando sobre el suelo, les hace ver que ellos también son pecadores
y que necesitan ser perdonados. Y ellos son lo suficientemente humildes para
reconocerlo y por eso se van marchando -y, por lo tanto, dejando de acusar a la
mujer- uno a uno, “empezando por los más viejos, hasta el último”.
La mujer sí que sabe que ella es
pecadora, que ha pecado y que merece la muerte por ello. Pero su intuición
espiritual, su corazón, le dice que el único lugar donde hay esperanza para
ella, donde se le puede abrir un camino nuevo (“mirad que realizo algo nuevo;
ya está brotando, ¿no lo notáis?”, se nos ha dicho en la primera lectura [Is
43]) es Jesús. Y por eso ella no se va, sino que se queda junto a Jesús que, en efecto, que “no ha venido a llamar a los
justos sino a los pecadores” (Mt 9, 9): “Y quedó solo Jesús, y la mujer en
medio, de pie”.
“Mujer, ¿dónde están tus acusadores?”.
El demonio es “el acusador de nuestros hermanos”, el que los acusa día y noche
ante Dios (Ap 12, 10). Y quien acusa a su hermano es un colaborador y socio de
Satanás. Los letrados y los fariseos, que se creen justos y son partidarios de
la aplicación inmediata de la ley,
son, sin saberlo ellos, cómplices de Satanás que quiere la muerte del pecador,
al contrario de Dios que quiere su arrepentimiento y su salvación, y no su
condenación.
Dios no acusa, sino que salva. Por eso
el Espíritu Santo no acusa al pecador
sino que lo convence de pecado (cf.
Jn 16, 8), es decir, lo ilumina para que vea su pecado, para que comprenda que
ha pecado y para que perciba la maldad del pecado y para que, así, se
arrepienta y pida perdón al Señor.
“Anda, y en adelante, no peques más”. Jesús
no trivializa el adulterio, quitándole importancia y menos todavía diciendo que
no es pecado, porque es tan sólo “una cana al aire”. Jesús dice con toda
seriedad: «Con tu pecado habías llegado a ese callejón sin salida que es la
muerte. Pero yo te abro un camino, dice el Señor, para que no sea éste el punto
final de tu vida. Yo te doy tiempo
para que te arrepientas y cambies de vida y no
peques más. Lo que has hecho es pecado y merece la muerte, merece el
alejamiento de Dios, que es tres veces santo y que es absolutamente
incompatible con el mal. Por tanto no
peques más sino que, como dice un salmo “apártate del mal, obra el bien,
busca la paz y corre tras ella” (Sal 34, 15)».
Dios es Misericordia y Verdad: no es una misericordia que deja de lado la verdad (y por lo tanto la justicia), ni tampoco una verdad que se proclama y ejecuta sin misericordia. Que Él nos conceda ser como Él es: fieles siempre a la verdad y ricos siempre en misericordia. Que así sea.