El tercer mandamiento

 


1. El día del sábado.

“El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor” (Éxodo 31,15), proclama el tercer mandamiento del Decálogo. El sentido de este mandamiento radica ante todo en el hecho de que el actuar de Dios constituye para el hombre un modelo preceptivo: del mismo modo que Dios “tomó respiro” el día séptimo (Éxodo 31,17), también el hombre debe “descansar” y hacer que los demás, sobre todo los pobres, “recobren aliento” (Éxodo 23,12). De este modo la observancia del sábado, interrumpiendo los trabajos cotidianos, constituye una protesta contra las servidumbres del trabajo y el culto al dinero (Nehemías 13,15-22).

La observancia del sábado constituye un memorial de la creación del mundo y de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto: Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado (Éxodo 20,11). Y también: Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de Egipto y de que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día de sábado (Deuteronomio, 5,15). Por ello mismo es un signo de la alianza de Dios con su pueblo: Los israelitas guardarán el sábado celebrándolo de generación en generación como alianza perpétua (Éxodo 31,16).

Jesús nunca faltó a la santidad del día del sábado, sino que, con autoridad, dio la interpretación auténtica de esta ley afirmando que el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado (Marcos 2,27). Y que si el sentido del sábado es configurarnos con el obrar divino es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla (Marcos 3,4), pues el actuar de Dios es misericordia y salvación para el hombre. Por eso Jesús curó en día de sábado (Mateo 12,9-14) argumentando: si se circuncida a un hombre en sábado, para no quebrantar la Ley de Moisés, ¿os irritáis contra mí porque he curado a un hombre entero en sábado? (Juan 7,23), y afirmando que el Hijo del hombre es Señor del sábado (Marcos 2,28).

2. El día del Señor.

¡Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo! (Salmo 117,24). La “actuación” verdaderamente extraordinaria de Dios ha sido la resurrección de Jesucristo, puesto que con ella se ha superado este mundo de pecado y de muerte y se ha iniciado, en verdad, el nuevo mundo. Por eso la Iglesia refiere estas palabras al día en que Jesús resucitó de entre los muertos. Este día fue el primer día de la semana (Mateo 28,1; Marcos 16,2; Lucas 24,1; Juan 20,1), aquel que los romanos llamaban el “día del sol” y que los cristianos llamaron el día del Señor: “Hè kyriakè hèmera”, “dies dominica”, el domingo. El domingo realiza plenamente, en la Pascua de Cristo, la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del hombre en Dios. Por eso la Iglesia prescribe a sus hijos la celebración de la Pascua (eucaristía) y el descanso cada domingo.

El significado cristiano del domingo se articuló en torno a un triple simbolismo. En primer lugar el domingo es el primer día de la semana y, por lo tanto, el aniversario de la creación del mundo. Como dice Eusebio de Alejandría en el siglo V, “es llamado Domingo porque es el Señor (Dominus) de los días. En efecto, antes de la Pasión del Señor no era llamado domingo, sino primer día. En él inauguró el Señor las primicias de la creación del mundo, y en él también dio al mundo las primicias de la resurrección. Por ello, este día es el principio (arjé) de todo bien: principio de la creación del mundo, principio de la resurrección, principio de la semana”. En este sentido se justifica el paso de la celebración del sábado a la del domingo viendo en el sábado la celebración del fin de la primera creación, y en el domingo la del inicio de la nueva creación. Así lo hace San Atanasio: “Pero cuando fue creado un pueblo nuevo, ya no era necesario que este pueblo (nuevo) observara el fin de la creación primera, sino que buscase el principio de la segunda. ¿Y cuál fue éste sino el día en que el Señor resucitó?”.

En segundo lugar el domingo es el día del Sol. Esta denominación está relacionada con la semana planetaria que, importada de Oriente, se difundió por Occidente durante los primeros tiempos del cristianismo. Según este esquema planetario de la semana, el sábado es el “día de Saturno” y el domingo el “día del Sol”, como atestiguan todavía algunas lenguas como el inglés y el alemán (Sunday, Sonntag). Esta coincidencia sugirió a los cristianos un nuevo simbolismo: el domingo era el día del verdadero “Sol” que es Cristo, el sol que viene de lo alto y que nos ha visitado por la entrañable misericordia de nuestro Dios, según proclamó Zacarías (Lucas 1,78). Por eso el domingo, día en que Cristo resucitó, fue considerado como el día en que había amanecido el sol de la segunda y definitiva creación. Como afirma San Jerónimo: “El día del Señor, el día de la resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día. Y, si los paganos lo llaman día del sol, nosotros aceptamos la expresión de buen grado. Porque en ese día nació la luz, en ese día brilló el sol de justicia”.

El tercer lugar el domingo aparece como el octavo día, denominación ésta que es de origen estrictamente cristiano. Siendo el sábado el día séptimo de la semana judía, el domingo podía muy bien ser considerado como el primer día, o como el octavo. En este sentido se desarrolla el tema de que, con el octavo día, entramos en la nueva creación, en el mundo nuevo, iniciado con la resurrección de Jesucristo, y el paso de la celebración del séptimo día a la del octavo será el símbolo del paso del judaísmo al cristianismo, de la Ley al Evangelio, de la primera creación a la segunda y definitiva creación.

3. La celebración cristiana del domingo.

La celebración del domingo es uno de los ritos más antiguos del cristianismo y uno de los signos distintivos de la identidad cristiana, como percibieron los propios paganos. El domingo es el día en que, desde el principio, se reúne la Iglesia para celebrar la eucaristía. Ya a finales del siglo I leemos en la Didajé: “Reunios cada día del Señor, partid el pan y dad gracias” (14,1). Y a mediados del siglo II san Justino habla en su Apología de la “reunión el día que se llama del sol, de todos los que habitan en las ciudades o en los campos” para leer “las memorias de los Apóstoles y los escritos de los Profetas” y celebrar la eucaristía (I, 67). Aunque cada cristiano tiene que vivir su pertenencia a Cristo en todos los momentos de la vida cotidiana, cuando llega el domingo se sabe llamado a reunirse con sus hermanos, con los que forma el cuerpo de Cristo, para encontrarse de nuevo con el Señor resucitado, porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mateo 18,20). La importancia de esta asamblea es subrayada por la misma Sagrada Escritura: no abandonéis vuestra asamblea (Hebreos 10,25).

La Iglesia guarda el domingo mediante la celebración de la eucaristía, en la que Cristo resucitado vuelve a salir al encuentro de sus discípulos, a lo largo de la historia, y manifiesta el poder de su resurrección (Filipenses 3,10). Como hizo en otro tiempo con los discípulos de Meaux, él nos explica las Escrituras (Lucas 24,27) y parte para nosotros el pan (Lucas 24,30). El domingo es, así, por excelencia el día de la Eucaristía, desde la época del Nuevo Testamento: El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan (Hechos 20,7). La celebración de la eucaristía es uno de los rasgos típicos de los cristianos quienes, desde el inicio mismo de la vida de la Iglesia, con perseverancia escuchaban la enseñanza de los apóstoles, se reunían en la fracción del pan y en la oración (Hechos 2,42).

La celebración eucarística realiza la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. Pues en un cuerpo no es posible separar la cabeza de los miembros y al hacerse presente la Cabeza que es Cristo, se hacen también presentes, en la celebración, todos los miembros de su cuerpo. Por eso la Eucaristía realiza la Iglesia como misterio de comunión: “Reunidos en comunión, veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor; la de su esposo, San José; la de los santos apóstoles y mártires...”, proclama el sacerdote (Plegaria eucarística I). Al celebrar la eucaristía el domingo, la Iglesia no sólo realiza su ser, sino que expresa cuál es el sentido de su existencia: hacer de toda la humanidad un único pueblo que participe del sacrificio eucarístico con el que Cristo ha sellado la alianza nueva y eterna para el perdón de los pecados.

La celebración de la eucaristía los domingos y los días de precepto que señala la Iglesia, constituyen para el cristiano el ritmo de su progresiva asimilación del misterio pascual. De ahí que el Catecismo de la Iglesia Católica afirme: “Los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave” (2181).

El descanso dominical tiene como objeto crear un espacio en el que sea posible acoger el don del Resucitado que se nos entrega en la eucaristía y hacerlo presente en medio de los hombres, sobre todo de los más olvidados, mediante la práctica de las obras de misericordia. De ahí que el domingo esté tradicionalmente consagrado por la piedad cristiana a realizar obras buenas y servicios humildes para con los enfermos, los débiles y los ancianos.

El descanso dominical tiene también como objeto el hacer posible una dedicación más intensa y solícita a la familia, de manera que cada uno de sus miembros, reciba, a través de los demás, un signo fehaciente de la atención amorosa de Dios, así como el de ofrecer la posibilidad del silencio, de la reflexión, de la atención a la cultura y, en general, a la dimensión contemplativa del ser humano. Aunque “las necesidades familiares o una gran utilidad social constituyen excusas legítimas respecto al precepto del descanso dominical” (2185), la Iglesia nos pide a todos un esfuerzo para no imponer a los otros, sin necesidad, lo que les impida guardar el día del Señor.

La totalidad de los elementos que configuran el domingo cristiano, hacen de él día de fiesta por excelencia. De ahí que sea cristianamente coherente el subrayar este contenido gozoso con signos externos, como el traje de fiesta o la comida más abundante.