24 de abril de 2022
(Ciclo C - Año par)
- Crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor (Hch 5, 12-16)
- Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Sal 117)
- Estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos (Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19)
- A los ocho días llegó Jesús (Jn 20, 19-31)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
El Señor se hace presente en medio de
sus discípulos, que están “con las puertas cerradas” porque tienen miedo, y les
saluda dándoles la paz; al mismo tiempo les muestra las llagas de las manos y
del costado. Al mostrarles sus llagas, les está diciendo que él es el mismo de
antes, el que sufrió y murió en la cruz, que no es otro. Al darles la paz, les
indica que esas llagas no son incompatibles con la paz, que él tiene la paz y
da la paz, porque ha aceptado el plan del Padre sobre él, el designio de amor para
con los hombres que comportaba el que él fuera la víctima, el cordero “sin defecto ni mancha” preparado desde “antes
de la fundación del mundo”. Al unir la donación de la paz con la mostración de
las llagas el Señor nos está diciendo que la paz nace del abandono filial al
Padre, de rezar de verdad el Padre Nuestro, de decir de verdad “hágase tu
voluntad”, aunque esa voluntad comporte el sufrimiento.
Dice el evangelio que después el Señor “sopló sobre ellos”: Cristo resucitado repite el gesto de la creación del hombre (Gn 2,7). Con ello nos indica que está realizando la “nueva creación”, en la que los hombres nuevos van a vivir la misma vida del Resucitado, van a participar del mismo “aliento”, del mismo “soplo vital”, que anima la existencia del Resucitado. Ese aliento, ese soplo vital, es el Espíritu Santo, y la vida que él nos infunde es la vida misma de Dios, la vida que ha vencido a la muerte.
Esta vida nueva significa una nueva
oportunidad para el hombre; y esa nueva oportunidad se llama perdón de los pecados. El perdón de los
pecados no significa que mi vida es rebobinada hacia atrás y son borradas de
ellas las páginas negativas en las que el pecado se ha enseñoreado de mí y me
ha arrastrado hacia el mal, con mi libre consentimiento. No. Eso sería una
especie de “magia” que quitaría seriedad a nuestra vida. Nosotros siempre
llevamos con nosotros toda nuestra vida, con sus luces y sus sombras, con sus
aciertos y sus desaciertos y somos responsables de lo que hemos hecho. El
perdón de los pecados tampoco
significa de ningún modo, que las cosas no tengan importancia, que dé lo mismo
vivir de un modo o de otro, porque al final,
hagas lo que hagas, Dios lo va a cubrir todo con su perdón y todos van a
ir al cielo (“café para todos”). Eso es frivolizar la vida humana y no responde
a la verdad de las cosas.
La verdad de las cosas es que Dios
ofrece su perdón a todos, pero que para que el asesino y su víctima se sienten
juntos en la misma mesa como hermanos, es imprescindible el arrepentimiento del asesino y el perdón
de la víctima. Sin arrepentimiento el perdón de Dios, que siempre está
ofrecido, no se hace realidad en el hombre. Por eso el Señor les dice a los
discípulos: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. La
“retención de los pecados” no es un poder arbitrario que Dios da a su Iglesia;
es el reconocimiento del alcance de la libertad humana, del significado de la
libertad del hombre. Pues si el hombre,
en su libertad, rechaza la oferta de la misericordia divina (lo que ocurre
si no se arrepiente), esa oferta queda “retenida”: Dios no puede salvar al
hombre pasando por encima del hombre; Dios, que nos ha creado libres, respeta
nuestra libertad, la toma en serio. “Dios que te creó sin tu consentimiento, no
te puede salvar sin él” (San Agustín).
El arrepentimiento no es, en primer lugar, un sentimiento, un estado
de ánimo (“dolor de los pecados”), sino que es, ante todo, un juicio, una
percepción que yo tengo de mí mismo, de mis actos, por la que yo me doy cuenta
de que he obrado mal, de que he actuado de una manera que va contra el ser,
contra la ley del crecimiento de mi ser y del ser de los demás, por la que yo
me doy cuenta de que mi obrar ha sido deletéreo, destructor, quebrantador de la
convivencia armónica entre los hombres. El arrepentimiento comporta una visión
de mí mismo como un ser problemático, difícil, y a veces claramente negativo
para la convivencia humana. Ya no puedo creer que “yo tengo razón” y que este
mundo sería el mejor de los mundos posibles si todos pensaran y actuaran como
yo… El arrepentimiento supone que el criminal se da cuenta de que no merece
para nada estar sentado en la misma mesa junto a su víctima y que le haría
falta toda una eternidad para besar los pies de sus víctimas y suplicar el
perdón. Entonces me hago humilde porque sé que sólo puedo esperar el perdón,
suplicar la misericordia (como el buen ladrón).
La misericordia de Dios está ofrecida a todo hombre, y por eso hay esperanza para todos, ningún hombre está irremediablemente perdido, por grandes y terribles que sean sus crímenes. Pero el arrepentimiento no es negociable, es imprescindible. Pidamos para cada uno de nosotros y para todos los hombres la gracia del arrepentimiento. Para que todos seamos salvados.