II Domingo de Pascua de la Divina Misericordia

15 de agosto 

24 de abril de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Crecía el número de los creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres, que se adherían al Señor (Hch 5, 12-16)
  • Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Sal 117)
  • Estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos (Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19)
  • A los ocho días llegó Jesús (Jn 20, 19-31)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El Señor se hace presente en medio de sus discípulos, que están “con las puertas cerradas” porque tienen miedo, y les saluda dándoles la paz; al mismo tiempo les muestra las llagas de las manos y del costado. Al mostrarles sus llagas, les está diciendo que él es el mismo de antes, el que sufrió y murió en la cruz, que no es otro. Al darles la paz, les indica que esas llagas no son incompatibles con la paz, que él tiene la paz y da la paz, porque ha aceptado el plan del Padre sobre él, el designio de amor para con los hombres que comportaba el que él fuera la víctima, el cordero “sin defecto ni mancha” preparado desde “antes de la fundación del mundo”. Al unir la donación de la paz con la mostración de las llagas el Señor nos está diciendo que la paz nace del abandono filial al Padre, de rezar de verdad el Padre Nuestro, de decir de verdad “hágase tu voluntad”, aunque esa voluntad comporte el sufrimiento.

Dice el evangelio que después el Señor “sopló sobre ellos”: Cristo resucitado repite el gesto de la creación del hombre (Gn 2,7). Con ello nos indica que está realizando la “nueva creación”, en la que los hombres nuevos van a vivir la misma vida del Resucitado, van a participar del mismo “aliento”, del mismo “soplo vital”, que anima la existencia del Resucitado. Ese aliento, ese soplo vital, es el Espíritu Santo, y la vida que él nos infunde es la vida misma de Dios, la vida que ha vencido a la muerte.

Esta vida nueva significa una nueva oportunidad para el hombre; y esa nueva oportunidad se llama perdón de los pecados. El perdón de los pecados no significa que mi vida es rebobinada hacia atrás y son borradas de ellas las páginas negativas en las que el pecado se ha enseñoreado de mí y me ha arrastrado hacia el mal, con mi libre consentimiento. No. Eso sería una especie de “magia” que quitaría seriedad a nuestra vida. Nosotros siempre llevamos con nosotros toda nuestra vida, con sus luces y sus sombras, con sus aciertos y sus desaciertos y somos responsables de lo que hemos hecho. El perdón de los pecados tampoco significa de ningún modo, que las cosas no tengan importancia, que dé lo mismo vivir de un modo o de otro, porque al final,  hagas lo que hagas, Dios lo va a cubrir todo con su perdón y todos van a ir al cielo (“café para todos”). Eso es frivolizar la vida humana y no responde a la verdad de las cosas.

La verdad de las cosas es que Dios ofrece su perdón a todos, pero que para que el asesino y su víctima se sienten juntos en la misma mesa como hermanos, es imprescindible el arrepentimiento del asesino y el perdón de la víctima. Sin arrepentimiento el perdón de Dios, que siempre está ofrecido, no se hace realidad en el hombre. Por eso el Señor les dice a los discípulos: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. La “retención de los pecados” no es un poder arbitrario que Dios da a su Iglesia; es el reconocimiento del alcance de la libertad humana, del significado de la libertad del hombre. Pues si el hombre, en su libertad, rechaza la oferta de la misericordia divina (lo que ocurre si no se arrepiente), esa oferta queda “retenida”: Dios no puede salvar al hombre pasando por encima del hombre; Dios, que nos ha creado libres, respeta nuestra libertad, la toma en serio. “Dios que te creó sin tu consentimiento, no te puede salvar sin él” (San Agustín).

El arrepentimiento no es, en primer lugar, un sentimiento, un estado de ánimo (“dolor de los pecados”), sino que es, ante todo, un juicio, una percepción que yo tengo de mí mismo, de mis actos, por la que yo me doy cuenta de que he obrado mal, de que he actuado de una manera que va contra el ser, contra la ley del crecimiento de mi ser y del ser de los demás, por la que yo me doy cuenta de que mi obrar ha sido deletéreo, destructor, quebrantador de la convivencia armónica entre los hombres. El arrepentimiento comporta una visión de mí mismo como un ser problemático, difícil, y a veces claramente negativo para la convivencia humana. Ya no puedo creer que “yo tengo razón” y que este mundo sería el mejor de los mundos posibles si todos pensaran y actuaran como yo… El arrepentimiento supone que el criminal se da cuenta de que no merece para nada estar sentado en la misma mesa junto a su víctima y que le haría falta toda una eternidad para besar los pies de sus víctimas y suplicar el perdón. Entonces me hago humilde porque sé que sólo puedo esperar el perdón, suplicar la misericordia (como el buen ladrón).

La misericordia de Dios está ofrecida a todo hombre, y por eso hay esperanza para todos, ningún hombre está irremediablemente perdido, por grandes y terribles que sean sus crímenes. Pero el arrepentimiento no es negociable, es imprescindible. Pidamos para cada uno de nosotros y para todos los hombres la gracia del arrepentimiento. Para que todos seamos salvados.