1 de mayo de 2022
(Ciclo C - Año par)
- Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo (Hch 5, 27b-32. 40b-41)
- Te ensalzaré, Señor, porque me has librado (Sal 29)
- Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la riqueza (Ap 5, 11-14)
- Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado (Jn 21, 1-19)
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Cada aparición del Resucitado es una
fuente de revelación para los discípulos. Antes de subir al cielo el Señor
tiene que inculcarles algunas verdades fundamentales, grabándolas en su
corazón. La primera verdad que el Señor les revela, en esta nueva aparición, es
la que ya les había dicho con anterioridad: “Sin mí no podéis hacer nada”.
Después de haber estado toda la noche trabajando sin obtener nada, aparece ahora
un desconocido que les indica que echen la red a la derecha de la barca y
recogen en un instante lo que no habían sido capaces de recoger en toda la
noche. Juan comprende enseguida que ese desconocido es el Señor, porque sólo Él
posee una palabra que es fuente de vida, una palabra que otorga fecundidad allí
donde el esfuerzo humano había fracasado: hacer lo que se ha estado haciendo
siempre, pero hacerlo bajo la palabra del
Señor, confiere a la vida una fecundidad inesperada.
Así ocurre en nuestra vida: cuando nos encontramos con Cristo, cuando ponemos nuestra vida bajo su palabra, lo que siempre habíamos hecho y era para nosotros fuente de cansancio, de nerviosismo, de stress, se convierte en algo que nos construye, que nos hace crecer, sencillamente porque ahora lo estamos haciendo bajo la palabra del Señor. La presencia del Señor cambia nuestra vida, sin cambiarla materialmente: pero una luz nueva lo ilumina y lo transfigura todo. La mayoría de las veces, en efecto, el Señor no nos pide que cambiemos la materialidad de lo que hacemos, que cambiemos de profesión o de ocupación, por ejemplo, sino tan sólo que hagamos lo que estamos haciendo pero bajo su palabra.
“Hacer las cosas bajo la palabra de
Jesús” significa cambiar la motivación de mi vida, significa ponerle a Él como
el primero en mi vida y no dar nada por obvio y evidente antes de escucharle a
Él, antes de preguntarle: “Señor, ¿qué quieres que haga?, ¿qué quieres de mí?”.
Al hacer esto le concedemos a Él el primer puesto en nuestra vida y entonces
todo se va transfigurando: mi amor de esposa hacia mi marido ya no va siendo
porque él es una persona extraordinaria (aunque lo siga siendo), ni porque es
el elegido de mi corazón (que lo sigue siendo), sino porque es el hombre que el
Señor me ha confiado para que yo sea su compañera de peregrinación durante esta
vida. Y este cambio en mi consideración -aplicable, por supuesto, a todos los
aspectos de mi vida: trabajo, relaciones humanas, tiempo libre, amistades etc.-
la reviste de una luz nueva y la va insensiblemente transfigurando: todo se
hace presencia de Cristo resucitado, todo se hace promesa y presentimiento de
eternidad; todo se vuelve más exigente, pero también más puro. Y un deseo de
apasionada totalidad lo invade todo: quiero que todos estemos con Cristo en el
cielo, porque mi corazón, insensiblemente, va tomando las dimensiones del corazón
de Cristo.
La segunda verdad que comprenden es
que Cristo resucitado les sigue ofreciendo su amor, su comunión, su amistad;
que sigue contando con ellos. Cuando desembarcan ven que el Señor les ha
preparado un desayuno, que los invita a comer juntos. Comer juntos significa
vivir en comunión, significa querer existir juntos y relacionarse en el amor;
significa querer ser los unos para los otros fuente de vida. Ellos lo entienden
perfectamente, y comprenden también la generosidad y la magnanimidad del Señor
para con ellos; porque ellos no habían estado precisamente brillantes durante
la pasión: todos, excepto Juan, habían huido y Pedro, incluso, le había negado.
Podían razonablemente temer que el Señor les dijera: ya os conozco, ya he visto
de lo que sois capaces; hasta aquí hemos llegado.
Pero el Señor no les dice en absoluto
eso, sino todo lo contrario. Ellos comprenden así que están perdonados y que
ningún reproche va a surgir del corazón y de la boca del Señor. Así van
comprendiendo cómo es la ternura de Dios y cómo es el amor cuando de verdad es
puro. Así comprenden también lo mucho que les falta todavía y por qué va a ser
imprescindible que reciban el Espíritu Santo: para ser capaces de amar así. Así
comprenden también lo que tiene que ser la Iglesia: un lugar donde circula este
amor.
El Señor además les dice: “traed de
los peces que habéis cogido”. El significado simbólico es claro: sigo contando
con vuestro trabajo, con vuestra misión. Os dije que os haría pescadores de
hombres y lo sigo manteniendo; he venido para ofreceros la comunión con el
Padre y conmigo en la unidad del Espíritu Santo, comunión que se expresa en una
comida, en un banquete. Ahora quiero que “pesquéis hombres” y que los traigáis
a este banquete del Reino, que los incorporéis a él. Os elegí para esta misión
y sigo manteniendo mi elección por encima de vuestra debilidad.
Y esto, hermanos, que el Señor les dijo a ellos, nos lo sigue diciendo a cada uno de nosotros. Así de dulce es Dios. Que sepamos amarle como Él merece ser amado.