14 de abril de 2022
(Ciclo C - Año par)
- Prescripciones sobre la cena pascual (Éx 12, 1-8. 11-14)
- El cáliz de la bendición es comunión de la sangre de Cristo (Sal 115)
- Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor (1 Cor 11, 23-26)
- Los amó hasta el extremo (Jn 13, 1-15)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
La Iglesia celebra hoy los tres dones
que el Señor nos entregó en la última cena: el don de la Eucaristía, el don del
sacerdocio y el don del mandamiento nuevo que el Señor ejemplificó en el
lavatorio de los pies y que formuló, un poco más adelante, diciendo: “Os doy un
mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los
otros” (Jn 13,34).
Cada domingo venimos a la iglesia para celebrar la eucaristía, para contemplar el espectáculo más impresionante de toda la historia humana: el Inocente que se entrega por los culpables, ofreciendo su vida en expiación y rescate por los pecados de todos los hombres, Él, el único que no ha cometido pecado, entregándose por la salvación de todos. La eucaristía, queridos hermanos, es el Calvario. Y todos los domingos vamos al calvario a contemplar lo que ocurrió allí, para recordar cuál es la dignidad y el valor de cada hombre. Porque al ver el pan separado del vino, es decir, el cuerpo separado de la sangre, Cristo muerto, espontáneamente le preguntamos a Dios con el salmista: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?” (Sal 8, 5), ¿tanto valemos para que Dios entregue a la muerte a su único Hijo para que nosotros podamos llegar a ser hijos suyos? Y la sorprendente respuesta es que sí, que valemos la sangre del Hijo de Dios, su propia vida.
Y entonces
es cuando empezamos a estar en condiciones de amar como Cristo nos ha amado.
Porque el amor con el que Cristo nos manda amar no es el amor tal como lo
entiende el mundo, como simpatía o filantropía o ayuda humanitaria, sino el amor teologal, es decir, el mismo amor
con el que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se aman desde toda la
eternidad, el mismo amor del que dice san Juan que “Dios es Amor” (1Jn 4,8).
Este amor se llama caridad y no nace
“de la carne ni de la sangre ni de la voluntad del hombre sino de Dios” (Jn
1,13), baja del cielo y se nos da, como un don que nos alimenta, precisamente en
la Eucaristía.
El amor con el que Cristo nos manda amar
no tiene nada que ver con la simpatía, ni con el caer bien a la gente, ni con
el decir siempre que sí a todo lo que los demás nos pidan. El Señor no dijo
siempre que sí, ni curó a todos los enfermos que le presentaban, ni se preocupó
de caer bien a la gente: cuando tuvo que hacer un látigo, lo hizo y expulsó a
los vendedores del Templo y también eso fue un
acto de amor. Porque el amor con el nos ama Cristo y con el que quiere que
nosotros nos amemos es el amor que ve al hombre como un ser creado por Dios
para vivir eternamente con Él. Y en esta perspectiva amar consiste en ayudar al
otro a alcanzar su destino, que es Cristo, que es Dios, es ayudarle a llegar al
cielo.
Cuando se ama a los hombres olvidando
su origen en Dios y su destino eterno, se les trata como a animales destinados
al matadero: se les ceba de bienes económicos, de bienes culturales, de bienes
sociales, de bienes sanitarios, antes de la matanza, antes de la muerte.
Nosotros hemos de amar deseando y
buscando el que todos los hombres (incluidos nuestros enemigos) estemos juntos
en el cielo. Y eso es caridad.
Y el sacerdocio ministerial se nos ha
dado para que sea posible la celebración de la eucaristía, con el recuerdo de
la dignidad del hombre que ella comporta y con el alimento del cuerpo de Cristo
que ella nos da para que podamos amar como
Él (Cristo) nos ha amado. Y también para que Cristo pueda seguir lavándonos los pies, porque nuestros pies se
manchan a menudo por el barro del camino, es decir, por nuestros pecados, y
necesitamos la humildad de dejarnos lavar los pies por Cristo, ya que sólo Él
puede quitar esa suciedad que se llama pecado. Y esto ocurre en el sacramento
de la Penitencia, de la Reconciliación, de la Confesión. A nosotros nos
gustaría vivir limpiamente y ofrecerle nuestra vida limpia a Cristo como un
regalo que le hacemos a Él. Pero hemos de tener la humildad de aceptar que
nosotros solos no podemos limpiarnos a nosotros mismos y que nos hemos de dejar lavar por Él, de modo
que, al final, el regalo que le hacemos de una vida pura, es un regalo que,
previamente nos ha hecho Él. Así de pobres somos nosotros y así de bueno es Él,
que recibe nuestra vida purificada por su sangre como un regalo nuestro, con
una gran alegría porque “os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el
cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que
no tengan necesidad de conversión” (Lc 15, 7).
Que sepamos agradecer estos tres dones y, sobre todo, vivirlos.