La humildad vence siempre al demonio

Abba Antonio decía también: «He visto tendidos sobre la tierra todos los lazos del enemigo, y gimiendo he dicho: "¿Quién podrá escapar de todos ellos?". Y oí una voz que respondía: "La humildad"» (XV, 3).

Un hombre poseído por el demonio, que echaba espuma por la boca, abofeteó en el rostro a un monje anciano. Éste le presentó al punto la otra mejilla [cf. Mt 5,39]. Pero el demonio, no pudiendo soportar la quemadura de su humildad, salió inmediatamente del poseso (XV, 71).

Unos fueron a la Tebaida para visitar a un anciano. Llevaban consigo a un hombre atormentado por el demonio para que el anciano le curase. El anciano, después de que se lo pidieran con mucha insistencia, dijo al demonio: "Sal de esa criatura de Dios". Y el demonio respondió: "Salgo, pero te hago esta pregunta: Dime ¿quiénes son los cabritos y quiénes los corderos [cf. Mt 25,32]?". El anciano le contestó: "Los cabritos son los que son como yo. Quienes sean los corderos, eso Dios lo sabe". Al oírle el demonio vociferó: "Salgo por esta humildad tuya". Y desapareció al instante (XV, 84).

El diablo, transformado en ángel de luz, se apareció a un hermano, y le dijo: "Soy el ángel Gabriel y he sido enviado a ti". Pero el hermano le contestó: "Mira no sea que te hayan enviado a otro, porque yo no soy digno de que me envían un ángel". Y el demonio desapareció al punto (XV, 87).

Decía un anciano: «Si alguno dice "perdóname" con humildad, quema a los demonios tentadores» (XV, 98).

Un sacerdote pagano oyó lo que contaba el demonio y decidió hacerse monje. Y desde el comienzo de su conversión practicó la humildad más perfecta, pues decía: «La humildad quiebra toda la fuerza del enemigo, como yo mismo se lo oí a los demonios: "Cuando atacamos a los monjes, si uno de ellos hace una metanía, todo nuestro poder se desvanece"» (XV, 112).

Decían los ancianos: «Aunque se te aparezca de verdad un ángel, no le acojas fácilmente, sino humíllate, diciendo: "No soy digno de ver un ángel, yo que vivo en el pecado"» (XV, 88).

Se contaba que un anciano moraba en su celda y sufría fuertes tentaciones. Veía claramente a los demonios y se burlaba de ellos. Al verse vencido por el anciano, el demonio se le presentó y le dijo «Soy Cristo». Al verle, el anciano cerró los ojos. Y el diablo le dijo «Soy Cristo, ¿por qué cierras los ojos?». Y le contestó el anciano: «Yo aquí no quiero ver a Cristo, sino en la otra vida». Al oír esto despareció el diablo (XV, 89).

Un anciano dijo: «Si el molinero no tapa los ojos del animal que da vueltas a la muela, este se desmandará y comerá el fruto de su trabajo. Así, por disposición divina, hemos recibido un velo que nos impide ver el bien que hacemos, para que no nos sintamos satisfechos de nosotros mismos y perdamos nuestra recompensa. Por eso también, de vez en cuando, nos vemos abandonados a muchos pensamientos sucios, para que cuando los veamos nos condenemos a nosotros mismos. Y estos pensamientos son para nosotros un velo que oculta el poco bien que hacemos. Porque cuando el hombre se acusa a sí mismo, no pierde su recompensa» (XV, 100).

Preguntaron a un anciano cómo algunos podían decir que habían visto el rostro de los ángeles. Y él contestó: "Dichoso el que ve siempre sus pecados" (XV, 110).

Un hermano había pecado y el sacerdote le mandó salir de la iglesia. Se levantó el abba Besarión y salió con él diciendo: "Yo también soy pecador" (IX, 2).

Preguntaron a un anciano: "¿Qué es la humildad?". Y respondió: "Perdonar al hermano que ha pecado contra ti antes de que te pida perdón" (XV, 78).



Título: Apotegmas de los padres del desierto
Editorial: Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2017