17 de abril de 2022
(Ciclo C - Año par)
- Hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos (Hch 10, 34a. 37-43)
- ste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo (Sal 117)
- Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo (Col 3, 1-4)
- Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9)
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El evangelio de hoy pone de relieve el papel de las mujeres que seguían y amaban a Jesús, en la constitución de la fe pascual, es decir, de la fe en la resurrección de Jesucristo. A lo largo de la vida terrena de Jesús, los evangelios nos hablan de algunas mujeres que le seguían y le servían con sus bienes (Lc 8, 3). A diferencia de los apóstoles, estas mujeres no fueron llamadas explícitamente por Jesús a su seguimiento, sino que son mujeres que, al encontrarse con él, entendieron inmediatamente que él era Aquel que su corazón esperaba desde siempre, Aquel en quien y por quien Dios iba a realizar su obra de salvación, en primer lugar en su propia vida; de alguna de ellas -de María Magdalena- el Señor había expulsado siete demonios (Lc 8, 2). Ellas habían comprendido también, de manera intuitiva, que “el asunto de Jesús” era Jesús mismo, era su Persona. Y por eso ellas cuidaban de Él, cuidaban de su Persona. Jamás ellas habrían planteado la cuestión que un día planteó Pedro: “Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido: ¿qué recibiremos, pues?” (Mt 19, 27). Esa cuestión es una cuestión propia de quien entiende que Jesús lleva entre manos un “asunto” -el Reino del que tanto habla- y quiere considerar la rentabilidad de implicarse en ese negocio. Sin embargo ellas tenían clarísimo que la recompensa era “estar con Él”: antes de que Pablo lo escribiera, ellas ya sabían que “estar con Cristo es, con mucho, lo mejor” (Flp 1, 23), y su corazón ya estaba colmado por la presencia del Señor.
En esa lógica de amor, que brotaba de
su experiencia personal del trato con el Señor, ellas prepararon la tarde del
viernes, después de la sepultura, “aromas y mirra” (Lc 23, 56). Después
respetaron el sagrado descanso del sábado, y “el primer día de la semana, muy
de mañana”, fueron con los aromas que habían preparado, a ofrecerle a Jesús el
último acto de amor que le podían ofrecer: ungir su cuerpo exánime. Entonces
fueron sorprendidas por el hecho de que la gruesa piedra que cerraba el
sepulcro había sido removida, y por la ausencia del cuerpo del Señor Jesús, que
no se encontraba allí; y recibieron, llenas de temor, el precioso anuncio de
los dos ángeles, anuncio que ellas se apresuraron a trasladar a los discípulos.
Los once apóstoles y los demás
discípulos no dieron fe a las palabras de las mujeres. Esta incredulidad es
para nosotros una garantía de que la fe pascual no fue una invención de los
apóstoles. Ellos eran hombres sólidamente asentados sobre la tierra, realistas
empedernidos, gente, como Tomás, que quería “ver y tocar” para creer, gente
curtida en el duro trabajo de la pesca, o gente, como Mateo, acostumbrada a
tocar y contar el dinero de los impuestos. No eran para nada propensos a
fabulaciones o ensueños.
Pero uno de ellos, Pedro, había
recibido el encargo del Señor de “confirmar en la fe a sus hermanos” (Lc
22,32). Él se sabía responsable, en cierto modo, de todo el grupo. Y Pedro
quiso verificar la realidad de cuanto decían las mujeres. Por eso “se levantó y
corrió al sepulcro”. La actitud de Pedro es una actitud profundamente racional ya que la verdad es la conformidad del
pensamiento con la realidad. Y al ver que todo estaba como habían dicho las
mujeres, pasó de la incredulidad al asombro. El asombro todavía no es la fe,
pero indica que el corazón de Pedro es un corazón noble que reconoce los hechos
aunque no sepa interpretarlos, que deja que la realidad se manifieste como es,
sin prejuzgarla, sin decretar por adelantado que algo no puede ser. El asombro
es propio de quien es pobre de espíritu, de quien otorga la prioridad a la
realidad sobre sus propios pensamientos.
Aprendamos, queridos hermanos, de las
santas mujeres la centralidad de la persona de Jesús en nuestra fe: que lo importante del
cristianismo es Cristo, que Él es “el tesoro escondido” y “la perla de gran
valor” de los que habla el Evangelio (Mt 13, 44-45); que nosotros los
cristianos existimos para que él sea conocido, creído y amado, y que no hay
asunto que pueda ser llamado “cristiano” si no tiene una relación directa e
inmediata con Cristo.
Aprendamos también de Pedro la
apertura de la mente y del corazón que es propia de quien es pobre de espíritu y sabe, por lo
tanto, que Dios puede actuar en modos y maneras que nosotros no hemos previsto
y que, en consecuencia, nos pueden desconcertar. Aprendamos de él la humildad
de no tener prejuicios, de estar siempre abiertos a la realidad, sabiendo que
ella puede sorprendernos, porque Dios existe y actúa.
Finalmente dirijamos nuestra mirada a la Virgen María. ¿Por qué no fue ella al sepulcro? Porque lo que los dos ángeles dijeron a las mujeres era algo que ella ya sabía en lo más íntimo de su corazón: que no hay que buscar entre los muertos al que vive, que su Hijo es el Viviente, Aquel que en el Apocalipsis dice de sí mismo: “Yo soy el Primero y el Último; yo soy el que vive. Estuve muerto, pero he aquí que ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo” (Ap 1, 17-18). Por eso ella no fue al sepulcro. Desde la tarde del viernes santo hasta la mañana de la resurrección ella sola llevó la esperanza de Israel y de la humanidad entera, la esperanza de que la muerte no tuviera la última palabra sobre la existencia. La llevó ella sola. Porque lo que más nos singulariza es la esperanza que hay en nuestro corazón y, en esos días, esta esperanza estaba solo en ella, en el corazón de María. Ella vivió hasta el fondo las palabras del profeta Jeremías: “Es bueno esperar en silencio la salvación de Dios” (Lm 3, 26). La Virgen supo “esperar en silencio”, confiando en Dios, el cumplimiento de su salvación. Que también nosotros en nuestra vida sepamos esperar en silencio la salvación de Dios; que no seamos impacientes y queramos ver inmediatamente el fruto de la gracia en nosotros; que sepamos darle tiempo a Dios, para que Él realice su salvación en nosotros, del modo y al ritmo que Él quiera. Para alabanza de su gloria. Amén.