La seducción de Jesucristo



1. Qué es ser cristiano.

Uno no es cristiano por creer que existe un “Algo”, ni siquiera por creer que existe “Dios”, ni mucho menos por estar a favor de la justicia, de la libertad, de la paz, del bienestar y el respeto de los derechos humanos. Uno es cristiano únicamente si cree en algo absolutamente inaudito: que existe un hombre –Jesucristo– que es Dios, que es la Felicidad.

En el corazón de todo hombre que viene a este mundo hay un ansia de verdad, de bondad y de belleza que ningún objeto de este mundo puede saciar por completo. Por eso el hombre es un ser perpetuamente insatisfecho, un ser en constante búsqueda. Y además el hombre no sólo anhela la posesión de la verdad, de la bondad y de la belleza, sino, sobre todo, su posesión simultánea, sin escisiones, sin fisuras. El anhelo del hombre es el de una vida en que todo sea verdadero, bueno y bello. Eso se llama Felicidad.

Pues bien, uno es cristiano si cree en un acontecimiento inaudito: que la Felicidad se ha hecho uno de nosotros, que ha aparecido la Felicidad en persona en medio de nosotros, que la Felicidad ya no es una idea, un ideal, una aspiración, sino una realidad, algo –Alguien– que se puede ver, tocar, palpar, escuchar. Este es el contenido de la fe cristiana, como escribe San Juan: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida, -pues la Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó– lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo (1 Jn 1, 1-4).

2. La seducción de Jesucristo.

Si la Felicidad ha aparecido en medio de nosotros eso se tiene que notar. De esa persona que encarna –que es– la Felicidad tiene que irradiar una seducción, una belleza, especial que tiene que tocar el corazón de los hombres. Es lo que nos narra el Evangelio en múltiples ocasiones. si no fuera así no se entiende como aquellos hombres dejaron las redes y a su padre y le siguieron. Dejar las redes es dejar la propia profesión, el propio trabajo. Dejar el padre es dejar la propia familia. La familia y el trabajo son dos de los principales lugares donde el hombre descubre su propia identidad, su propio ser, donde el hombre descubre quién es él. Si aquellos hombres dejaron inmediatamente estas dos realidades es porque comprendieron, aunque al principio sólo fuera intuitivamente, que aquel hombre era una realidad más fuerte, más rica de significado, que su trabajo y que su familia, y que estando con Él iban a descubrir y a vivir mucho mejor su propia identidad, su propio ser.

Hay un pasaje en el Evangelio que pone muy bien de relieve el poder de seducción de Jesucristo. Es éste: Y muchos entre la gente creyeron en él y decían: “Cuando venga el Cristo, ¿hará más señales que las que ha hecho éste?” Se enteraron los fariseos que la gente hacía estos comentarios acerca de él y enviaron guardias para detenerle (Jn 7, 31-32) (...) Los guardias volvieron donde los sumos sacerdotes y los fariseos. Éstos les dijeron: “¿Por qué no le habéis traído?” Respondieron los guardias: “Jamás un hombre ha hablado como habla este hombre” (Jn 8, 45-46). La seducción de Jesucristo no reside en una capacidad retórica fuera de lo normal, sino en una profundidad de verdad extraordinaria. Lo que llama la atención de los guardias no es la belleza de la forma con que habla Jesús, sino el contenido de lo que dice, el hecho de que, escuchándole, uno empieza a entenderse a sí mismo, uno empieza a comprender el por qué y el para qué de la vida, uno empieza a recuperar el gusto y la alegría de vivir, uno encuentra el sentido de la vida. Y, claro está, no pueden detenerle porque eso equivaldría a una especie de suicidio, no físico, sino lo que es peor todavía, espiritual: nadie ha hablado nunca como Él.

La seducción de Jesús radica en el hecho de que estando con Él uno se comprende mejor a sí mismo, uno encuentra su propia verdad. Entonces uno reacciona como reaccionó la mujer de Samaria: La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?” (Jn 4, 28-29). Que Él sea “el Cristo”, es decir, el “ungido”, el “Mesías” de Dios, es tanto como decir que Él es aquel en quien se realizan todas las promesas de Dios al hombre, que Él es aquel que cumple el deseo de nuestro corazón, aquel en cuya compañía descubrimos nuestro verdadero ser y podemos ser, al fin, felices.

3. La metodología del cristianismo.

Las palabras de la samaritana –venid a ver– expresan la única metodología, el único camino posible para encontrarse con Cristo. Hay un pasaje en el Evangelio donde esto está explicitado con gran claridad. Los protagonistas son dos discípulos de Juan el Bautista. Éste había señalado con el dedo a Jesús y había declarado que Él era el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29), que Él era el que bautiza con Espíritu Santo (...) el Elegido de Dios (Jn 1, 33-34). Pues bien, al día siguiente de haber dado este testimonio Juan se encontraba allí con dos de sus discípulos. Fijándose en Jesús que pasaba dice: “He ahí el Cordero de Dios”. Los dos discípulos le oyeron hablar así y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: “¿Qué buscáis?” Ellos le respondieron: “Rabbí –que quiere decir, ‘Maestro’- ¿dónde vives?”. Les respondió: “Venid y lo veréis”. Fueron, pues, vieron donde vivía y se quedaron con Él aquel día. Era más o menos la hora décima (Jn 1, 35-39).

También hoy en día quien quiera conocer a Jesús tiene que repetir la misma pregunta: Maestro, ¿dónde vives? La respuesta es clara y contundente y dice así: vivo en la Iglesia, sólo en ella es donde estoy vivo; fuera de ella soy un personaje histórico, un genio del espíritu, un judío excepcional. Pero sólo dentro de ella es donde se me puede encontrar como a alguien vivo y actuante, que habla, que perdona, que sana, que consuela, que acompaña. ¿Es esto posible? Venid y lo veréis. Las palabras de Jesús comportan un desafío e indican una metodología: venid y lo veréis, es decir, poned a prueba la hipótesis de que yo estoy vivo y actuante en mi Iglesia, de que yo en ella os voy a hablar, os voy a enseñar, a consolar, a fortalecer, a perdonar, a acompañar. El lugar donde eso acontece es la eucaristía dominical. En ella, y en los demás sacramentos que dimanan de ella, Jesús se encuentra con nosotros como alguien que está vivo, que existe, que ha vencido a la muerte, que está lleno de fuerza y de poder. Por eso el camino para conocer a Jesús pasa necesariamente por la eucaristía dominical.

El proceso de este conocimiento está expresado por las siguientes palabras del Evangelio: Fueron, vieron y se quedaron. En primer lugar hay que ir –fueron–. Este primer momento es un momento de riesgo, es un momento en el que se toma una decisión que sólo la libertad puede justificar, porque es una decisión que se toma a oscuras, fiados únicamente en la palabra de un amigo –Juan el Bautista–, pero sin que uno pueda todavía justificar por sí mismo la hipótesis de que Él es la Felicidad. En este primer momento tienes que decidir ir a misa todos los domingos, venir a la catequesis, “porque sí”, porque quieres verificar la hipótesis de que Jesús es “el Cristo”. Pero este primer momento, vivido en la oscuridad, produce en ti inmediatamente una cierta luz –vieron–. Algo empiezas a ver; no lo ves todo con claridad, pero una cierta luz se te hace presente y ciertamente notas que ahí hay “algo” distinto de todo lo demás. Ves poco en este comienzo, pero sí lo suficiente para que sea razonable tomar la decisión de permanecer, de seguir en esa compañía para ver si se va haciendo más luz. Y así surge el tercer momento de este caminar: se quedaron. Uno va permaneciendo, uno continúa porque la luz recibida hoy me permite comprender que es razonable que me quede un día más –que vuelva el domingo que viene– para ver si sigue manando esta misma luz. Y así, día a día, paso a paso, no de repente, ni de golpe, sino en la constancia y en la perseverancia en Su compañía, surge mucho más adelante una evidencia que se expresa con fuerza diciendo, como Tomás, Señor mío y Dios mío (Jn 20, 28) o como Pedro Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna.

Muchas veces, Señor, a la hora décima
-sobremesa en sosiego-,
recuerdo que, a esa hora, a Juan y a Andrés
les saliste al encuentro.
Ansiosos caminaron tras de ti...
“¿Qué buscáis...? Les miraste. Hubo silencio.

El cielo de las cuatro de la tarde
halló en las aguas del Jordán su espejo,
y el río se hizo más azul de pronto,
¡el río se hizo cielo¡
“Rabí –hablaron los dos–, ¿en dónde moras?”
“Venid y lo veréis”. Fueron y vieron...

“Señor, ¿en dónde vives?”
“Ven y verás”. Y yo te sigo y siento
que estás... ¡en todas partes¡,
¡y que es tan fácil ser tu compañero¡

Al sol de la hora décima, lo mismo
que a Juan y a Andrés
-es Juan quien da fe de ello-,
lo mismo, cada vez que yo te busque,
Señor, ¡sal a mi encuentro!