II Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

25 de febrero de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe (Gen 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18)
  • Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos (Sal 115)
  • Dios no se reservó a su propio Hijo (Rom 8, 31b-34)
  • Este es mi Hijo, el amado (Mc 9, 2-10)
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Los milagros de Jesús y su pretensión de perdonar los pecados y de anunciar la cercanía del Reino de Dios plantean una cuestión: ¿Quién es este hombre que se atreve a perdonar pecados y a anunciar la proximidad del Reino de Dios? ¿Quién es este hombre que posee poderes sanadores tan espectaculares? ¿Quién es él? El evangelio de hoy va a responder a esta cuestión diciendo: es el Hijo de Dios.

Tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y subió con ellos solos a una montaña alta. La “montaña alta” evoca el monte Sinaí, donde subió Moisés y estuvo cuarenta días delante del Señor, en gran intimidad con Él, recibiendo los mandamientos de Dios. Todo indica que Jesús busca la soledad y un marco adecuado para la intimidad. Va a hacer una gran revelación, pero no quiere que sea todavía pública, sino destinada tan solo a estos tres.

Se transfiguró delante de ellos. La transfiguración no fue un cambio de la naturaleza de Jesús, sino una revelación de su verdadera naturaleza, de su identidad más profunda. La figura familiar y el aspecto habitual de Jesús se transforman ante sus ojos y ellos caen en la cuenta de que su aspecto habitual terreno-humano no expresa toda su realidad, toman conciencia de que él no está encerrado en los límites de la realidad terrena. Lo mismo indica el “blanco deslumbrador” de sus vestidos, que simboliza el mundo divino, la esfera de la luz esplendorosa de la majestad divina (cf. Mc 16,5; Ap 3,5)

Se les aparecieron Elías y Moisés hablando con Jesús. No sólo son trascendidos los límites de la realidad terrena, sino que son superados también los confines del tiempo. Moisés y Elías simbolizan la Ley y los Profetas, es decir, la totalidad de las Escrituras del pueblo de Israel. Al hablar familiarmente con Jesús están testimoniando que todo lo que ellos dijeron e hicieron converge en Él, como dirá el propio Señor en otra ocasión: “Escudriñad las Escrituras (…) ellas dan testimonio de mí” (Jn 5,39). Su presencia indica que Jesús no es una especie de meteorito divino bajado de manera abrupta a la historia humana, sino que Jesús está inserto en la historia de Israel como Aquel que la culmina y la lleva a plenitud y que lo hace en la línea de Moisés y Elías, personajes que se preocuparon no de la realeza política de Israel sino de su correcta relación con Dios, de que Israel fuera verdaderamente el pueblo de Dios.

Se formó una nube que los cubrió. La nube es un símbolo de la proximidad, cercanía y presencia de Dios hacia su pueblo, como se vio en la travesía del desierto, donde una nube los protegía del sol y les indicaba el camino, haciéndose columna de fuego durante la noche, para que pudiesen marchar de día y de noche (Ex 13,21). “Entrar en la nube” significa entrar en la intimidad con Dios, como se dice de Moisés (Ex 24,18). Y desde dentro de la nube surgió la voz que dijo:

Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. Dios proclama a Jesús su “Hijo amado”. Moisés y Elías son los más grandes entre sus servidores, pero Jesús es su Hijo amado (cf. Mc 12,2-6). Frente a Dios, Jesús no se encuentra simplemente en una condición de siervo, sino en una relación de origen y de igualdad de naturaleza, como sucede en la relación entre padre e hijo. Además Dios declara también su amor hacia Jesús: no sólo es Hijo, sino hijo “amado”. La relación entre Dios y Jesús es una relación de amor, con la intimidad y la confianza propia del amor. Por eso Jesús dirá: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,26).

Jesús no es “un profeta más”, uno más de los “reveladores de Dios” (Krishna, Buda, Mahoma); Jesús es único, porque es el Hijo único de Dios. Por eso hay que “escuchar” a Jesús, porque sólo Él conoce de primera mano, de manera directa e inmediata, sin ninguna reserva, a Dios. La orden de escucharle llega poco después de que Jesús les haya anunciado la pasión (Mc 8,31-33) y Pedro se haya sublevado contra ese anuncio. Dios es raro, es desconcertante. Pero Jesús lo conoce perfectamente y cuando Dios nos habla por medio de Jesús, nos está diciendo su palabra definitiva, nos está revelando el fondo de su ser. Por eso la Carta a los Hebreos afirma: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo; el cual es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia” (Hb 1,1-3).

San Juan de la Cruz entendió perfectamente esto, y por eso escribió que “al darnos como nos dio a su Hijo –que es una Palabra suya que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar”. Que el Señor nos conceda “no poner los ojos más que en Él”.