Domingo de Pentecostés

15 de agosto 

28 de mayo de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar (Hch 2, 1-11)
  • Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103)
  • Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo (1 Cor 12, 3b-7. 12-13)
  • Secuencia: Ven, Espíritu divino
  • Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Queridos hermanos: El hombre bajo la ley del pecado no sabe vivir la diferencia, no sabe aceptar e integrar la diferencia como una riqueza de lo humano y como un motivo de alegría. Bajo la ley del pecado los hombres tendemos a ver en la diferencia un problema y queremos construir la unidad, la convivencia, la vida, en base a la homogeneidad: si todos somos iguales, si pensamos y sentimos y valoramos y expresamos la realidad de la misma manera, entonces no hay problema.

La torre de Babel es la expresión bíblica de esta manera humana de entender la unidad y la convivencia. Dice la Sagrada Escritura que la torre de Babel estaba hecha con ladrillos (que son todos iguales) y que todos los hombres hablaban una misma lengua (es decir, pensaban todos de la misma manera). Babel es el prototipo del pensamiento único.

A Dios no le gustó Babel, porque Dios ama la diferencia. Dios ha creado al hombre uno pero diferente: “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gn 1,27). El proyecto de Dios sobre el hombre es que nosotros vivamos en la comunión con Él y entre nosotros, pero sin que esa comunión suprima la diferencia. Por eso el proyecto de Dios no es Babel sino la Jerusalén celestial, que está construida con “piedras vivas” (1Pe 2,5), donde no hay dos piedras iguales, a diferencia de los ladrillos que son todos iguales. Cada hombre está llamado, por la fe y el bautismo, a ser una “piedra viva” de la Jerusalén celestial, es decir, a mantener su unicidad, su diferencia, integrándola en el conjunto armonioso de la ciudad celeste.

El día de Pentecostés, que hoy celebramos, el Señor manifestó, de manera pública, este proyecto suyo. Al derramar el Espíritu Santo sobre la Virgen María y los apóstoles, éstos se pusieron a cantar las maravillas de Dios, pero cada uno en una lengua diferente, según le concedía hablar el mismo Espíritu Santo. De este modo se significó que Dios llamaba a “todas las lenguas”, es decir, a todas las naciones, a todas las culturas, a todos los pueblos, a integrarse, en su particularidad cultural, dentro de ese misterio de unidad que es la Iglesia. Construir este tipo de unidad que Dios ama es algo que supera las fuerzas de los hombres, sometidos a la ley del pecado, que siempre tendemos a pensar que la solución de todos los problemas llegaría si todos fueran como yo. Construir esta unidad es un milagro de la gracia, del amor de Dios. El Espíritu Santo es el amor subsistente de Dios: sólo el amor es capaz de unir a los que son y siguen siendo distintos y diferentes y de hacer con todos ellos una unidad.

El lugar de esa unidad es la Iglesia. El día de Pentecostés se manifestó, de manera pública, el ser de la Iglesia, como el lugar donde, acogiendo el don de Dios que es Cristo, recibimos el Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir esa forma divina de unidad, en la que no tenemos que dejar de ser nosotros mismos para ser uno, sino que tan solo tenemos que abandonar el pecado.

La Iglesia es el lugar de la unidad y de la libertad. En ella vivimos la “gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21), porque en ella cada uno es llamado, en primer lugar, a ser él mismo, a no traicionar nunca el carácter único que Dios le ha conferido al crearlo. Como dice el salmo 86, hablando precisamente de la Iglesia: “uno por uno, todos han nacido en ella” (v. 5). Este carácter único de cada hombre no reside en algo caprichoso que cada cual pudiera inventar, sino que está determinado por la idea divina que ha presidido la creación de cada hombre, idea que constituye la ley y el sentido oculto de cada ser humano, idea que cada uno tiene que ir descubriendo y realizando en obediencia amorosa a la gracia de Dios, porque es realizándola como cada uno es de verdad él mismo y se puede integrar, como piedra viva, en la Jerusalén celestial, que se va construyendo en la Iglesia.

Por eso san Pablo nos ha hablado, en la segunda lectura de hoy, de la diversidad de dones, de servicios y de funciones, que suscita el Espíritu Santo, pero siempre “para el bien común”, para la edificación del cuerpo de Cristo; y nunca para la autoafirmación individual, para la afirmación crispada de la propia individualidad. El cristiano no afirma su carácter individual sino su carácter personal, es decir, su capacidad de comunión, de encuentro, de ofrecimiento de la propia particularidad para ser integrada en el todo más grande y más bello de la Iglesia, en alabanza de gloria al Padre del cielo. El Espíritu Santo nos da esa capacidad de ofrecimiento, de entrega de lo propio al conjunto de la Iglesia. El Espíritu Santo no nos hace reivindicativos sino constructivos. San Agustín expresó magníficamente este ser y vivir en el Iglesia diciendo: “En las cosas necesarias, unidad; en las cosas discutibles, libertad; en todo y siempre, caridad”. Que el Señor nos lo conceda.