Muerte y resurrección


1. El sentido cristiano de la muerte.

Vida y muerte se compenetran y constituyen una unidad. La realidad de la muerte acompaña toda nuestra existencia, se hace presente en ella por medio de la enfermedad, el sufrimiento y los fracasos de la vida, y de este modo va poniendo de relieve el carácter caduco y efímero de todas nuestras realizaciones y nos permite exclamar: ¡Vanidad de vanidades, todo vanidad! (Qo 1,1). Pero al mismo tiempo es esta conciencia de la muerte la que vuelve preciosa nuestra vida, pues, al poner de relieve su carácter efímero, nos hace tomar conciencia del valor único de cada día y de cada instante, que pueden representar la última posibilidad de corresponder al amor de Dios, con lo que la vida entera se vuelve preciosa y apasionante, ya que de cada momento se puede decir: Ahora es el momento favorable, ahora es el día de salvación (2Co 6,2).

La fe cristiana nos presenta la muerte como una consecuencia del pecado y, por lo tanto, como algo en ningún modo querido por Dios: Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte (Rm 5,12). Efectivamente la muerte tal como nosotros la conocemos y la experimentamos, es decir, como corte y ruptura desoladora y absurda de la existencia, como muerte dolorosa y terrible que contradice la voluntad de vivir que alienta en el hombre, esta muerte es contraria a la voluntad de Dios: que no fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes (Sb 1,13). De ahí que la superación del pecado que se nos ha dado en Jesucristo comporte también la superación del último enemigo (1Co 15,26), la muerte.

Desde los tiempos más antiguos la Iglesia celebra la muerte del cristiano como un paso, como un éxodo por el que el cristiano sale de este mundo para penetrar, a través de la muerte, en la tierra prometida del paraíso. Este paso supone una transformación de la existencia humana, tal como proclama la Liturgia de la Iglesia: La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo (Prefacio I de difuntos). Para ello la muerte nos sitúa en una total desnudez, en la que se ponen de relieve todas las cicatrices, las huellas y las heridas con que nuestros actos nos han marcado a lo largo de nuestra vida terrena. Y es en esa desnudez radical como se produce el encuentro personal con Dios que acontece con la muerte.

Ese encuentro constituye para nosotros un juicio sobre toda nuestra vida: a la luz de la Verdad que es Dios, en la desnudez radical en que nos sitúa la muerte, cada uno de nosotros percibirá la verdad -o la falsedad- de la propia vida. Pues la muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios nos concede para que decidamos nuestro último destino. Con la muerte termina “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), pues, como dice la Escritura, está establecido que los hombres mueran una sola vez (Hb 9,27), y no hay ningún tipo de “reencarnación” después de la muerte.

La Iglesia nos exhorta a prepararnos para la muerte, recomendándonos la oración a la Madre de Dios para que interceda por nosotros “ahora y en la hora de nuestra muerte”, así como la confianza en San José, patrono de la buena muerte. En el momento de la muerte la Iglesia invoca a los santos ángeles y también a los santos para que acompañen al alma en este definitivo viaje y la libren de todas las maquinaciones diabólicas, conservando en ella la gran certeza cristiana: que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro (Rm 8,38-39). De ahí que la liturgia recomiende el rezo de las letanías de los santos con la respuesta ruega por él(ella), y que apenas el moribundo ha expirado invoque a los santos y a los ángeles con la oración Venid en su ayuda, santos de Dios; salid a su encuentro, ángeles del Señor.

La comprensión cristiana de la muerte está centrada en la manera como Cristo entendió y vivió su propia muerte, ya que, los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte (Rm 6,3), de tal manera que si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos (Rm 14,8). Para Cristo, en efecto, la muerte fue un acto de amor y obediencia al Padre: Se rebajó obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2,8). Su muerte salvadora nos permite entender nuestra propia muerte como expresión de la voluntad del Padre, como el último y definitivo acto de nuestra obediencia y de nuestro amor hacia Dios -nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos (Jn 15,13)-, por el que nosotros terminamos de configurar nuestra existencia con Cristo, consintiendo, como Él, en una entrega total, hasta el despojo del propio cuerpo, vivida en la confianza ilimitada en el Padre del cielo: Padre en tus manos pongo mi espíritu (Lc 23,46).

2. La resurrección de la carne.

Frente a la común creencia en una “inmortalidad” del hombre, la “resurrección de la carne” (Credo Apostólico) o la “resurrección de los muertos” (Credo Niceno), es una de las convicciones típicamente cristianas, como ya notaba Tertuliano: “La esperanza de los cristianos consiste en la resurrección de los muertos; en este acto de fe se encierra todo lo que nosotros somos”(Fiducia christianorum resurrectio mortuorum; illam credentes, sumus) (PL 2, 795 B). La esencialidad de este artículo de nuestra fe se manifiesta en su íntima relación con la resurrección de Jesucristo, como ya subrayó Pablo: Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe (1Co 15,12-14). Quizá por ello ha suscitado siempre la contradicción, como ya le ocurrió a Pablo en Atenas (He 17,32), y como constataba más tarde san Agustín al afirmar que “en ningún punto la fe cristiana es criticada con mayor vehemencia, tenacidad y agresividad como a propósito de la resurrección de la carne” (Enarrationes in Psalmos 88,II,5). La razón, como sigue diciendo el mismo Agustín, consiste en que no es lo mismo afirmar, como hacían la mayoría de los filósofos de su tiempo y como cree el sentir general de la humanidad, que el espíritu del hombre es inmortal, que confesar que al final de los tiempos he de resucitar del polvo y, en esta carne mía, contemplaré a Dios mi Salvador (Jb 19,26-27).

La fe en la resurrección de la carne es anterior al cristianismo, pues ya el Antiguo Testamento proclama que “toda carne” resucitará y comparecerá delante de Dios en un juicio general. Así se manifiesta la fidelidad de Dios hacia su creatura cantada en los salmos: Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción (Sl 15,9-10). Sin embargo la idea de que la resurrección pueda realizarse anticipadamente en un solo hombre, era totalmente extraña al judaísmo. El anuncio, por lo tanto, de la resurrección de Jesucristo, constituyó una novedad inaudita -sólo creíble por la presencia de la tumba vacía en Jerusalén- y significó que los últimos tiempos, los tiempos escatológicos, acababan de empezar. Pues Cristo, en efecto, resucita como primicia de los que han muerto (1Co 15,20), y su resurrección es el inicio de la resurrección general de todos los difuntos. Él es el primogénito de entre los muertos (Col 1,18), de tal manera que con la mañana de Pascua hemos llegado a la plenitud de los tiempos (1Co 10,11) en la que “la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse” (LG 48).

La existencia cristiana, como pertenencia al cuerpo de Cristo que es, está justamente descrita como una nueva creación (2Co 5,17), como un haber sido resucitados y sentados en los cielos en Cristo Jesús (Ef 2,6). Sin embargo esta realidad es todavía una realidad escondida, que aún no ha sido plenamente manifestada: Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él (Col 3,4). De ahí la peculiar condición de nuestra existencia aquí en la tierra, pues aunque estamos ya incorporados a Cristo, no dejamos de ser peregrinos y extraños, de vivir en exilio, lejos del Señor (2Co 5,6), mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo que transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo (Filip 3,21).

La resurrección de la carne que esperamos otorga un realismo especial a las palabras del Señor: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda él solo; pero si muere da mucho fruto (Jn 12,24), convirtiendo nuestra muerte en una siembra cuyo fruto se recogerá el día de la resurrección final: Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual (1Co 15,42-44). La Sagrada Escritura entiende por cuerpo la relación fundamental de la persona humana con los demás hombres y con el mundo material; de ahí que la resurrección de la carne signifique un nuevo y definitivo restablecimiento de estas relaciones, en el mundo futuro. No podemos imaginar el modo concreto como esto ocurrirá, puesto que no es ésta la intención de los textos de la Biblia que nos hablan de ello. Pero sí debemos afirmar que en esos nuevos cielos y nueva tierra habitará plenamente la justicia (2Pe 3,13), porque Dios será todo en todo (1Co 15,28). Se tratará, por lo tanto, de un universo plenamente transfigurado por el poder del Espíritu Santo, en el que veremos cumplido el anhelo por el que ahora gemimos, es decir, el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8,23), y en el que la creación entera será liberada de la cautividad en la que se encuentra sumida a causa del pecado (Rm 8,20-22). Entonces se desplegará ante nuestros ojos de manera fehaciente y definitiva el resultado de todo el gran trabajo que el Espíritu de Dios ha ido realizando a lo largo del tiempo. La historia humana será consumada y “los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo (...) volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados” (GS 39). En aquel día la calidad de la obra de cada cual, la probará el fuego (1Co 3,13) del amor de Dios, pues Dios es Amor (1Jn 4,16) y Dios es fuego devorador (Hb 12,29). Así se pondrá plenamente de manifiesto el carácter provisional y relativo de todo, excepto de la caridad (1Co 13,8-10).