Vigilia de Pentecostés

15 de agosto 

27 de mayo de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra (1.ª Gen 11, 1-9)
  • Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103)
  • El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 22-27)
  • Manarán ríos de agua viva (Jn 7, 37-39)
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Jesús se presenta como la respuesta al corazón humano. El hombre necesita pan que sacie su hambre de verdad, de bien y de belleza; Jesús se presenta como el “pan de vida”. El hombre tiene sed de verdad, de bien y de belleza; Jesús se presenta como la fuente de agua viva que sacia esa sed, la sed del corazón del hombre.

La samaritana sentía esa sed y trataba de saciarla en el amor humano; pero siempre surgía la decepción: ya había tenido cinco maridos y el hombre con el que estaba tampoco era su marido. Jesús, precisamente a esa mujer, le habló de que él podía darle a beber un agua viva que saciaría la sed de su corazón para siempre; un agua que se convertiría en ella en “fuente de agua que brota para la vida eterna” (Jn 4,10-14).

Lo que el Señor había dicho a la samaritana lo dice ahora a todos los judíos, en el Templo de Jerusalén, durante el día más importante de la fiesta de los Tabernáculos, cuando hay una gran afluencia de gente. Y lo dice gritando, señal de que es algo muy importante para él. Y lo que dice es que él es la fuente donde podemos saciar la sed de nuestro corazón.

Los hombres entregamos nuestro corazón a aquello que creemos que va a saciar la sed que hay en él. Para muchos es el amor humano, el esposo, la familia, los hijos. Para otros es el trabajo, la profesión, el éxito y la competencia profesional. Para otros puede ser la política o el liderazgo social. Por muy nobles que sean, todas esas realidades a las que entregamos nuestro corazón nos decepcionan y volvemos a tener sed. Porque nuestra sed es más profunda que todas esas realidades –incluso las personales, que son las más nobles. Es sed de Dios. “Nos hiciste par ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”, dice con toda razón san Agustín. Sólo cristo sacia la sed del corazón. Sólo él es la respuesta total. Sólo en él descansamos del todo y sólo al llegar a él podemos decir que ya hemos llegado.

El Señor dice también cuál va a ser la manera como él va a ser la fuente de agua viva para nosotros. Y esa manera es el Espíritu Santo. Él es el agua viva que sacia nuestra sed. Nuestra sed de verdad, porque él nos revela la verdad de Dios enseñándonos a decir abba, Padre (Rm 8,15) y enseñándonos a proclamar que Jesús es Señor (1Co 12,3). Nuestra sed de bondad, porque con él se derrama en nuestros corazones el amor de Dios (Rm 5,5). Nuestra sed de belleza porque él es quien nos va embelleciendo, haciendo cada vez más “gloriosos” (2Co 3,18), al imprimir en nosotros el resplandor de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo (2Co 4,6).

Del costado de Cristo muerto en la Cruz y atravesado por la lanza del soldado brotó “sangre y agua”. “A quien tenga sed le daré a beber gratis agua de la fuente de la vida” (Ap 21,6). Esa “fuente de la vida” es Jesús sacrificado, es el Cordero inmolado, del que brota “sangre y agua”, el bautismo y la eucaristía, con los demás sacramentos: en todos ellos recibimos el Espíritu Santo, al amor subsistente de Dios. Con él la vida divina nos invade y se va apoderando de nosotros.

El Espíritu Santo, habitando en nosotros, nos conduce, si nosotros nos dejamos guiar por él. Pues nosotros mismos “no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26): nuestra limitación nos impide, a menudo, discernir nuestro verdadero bien. Fácilmente nos convencemos de que una determinada realidad es la que nos conviene y, cuando por fin la obtenemos, experimentamos una decepción: nos hemos equivocado, tampoco era eso, lo que de verdad necesitábamos. “El Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad” nos ha recordado san Pablo en la segunda lectura de hoy. Él conoce la verdad profunda de nuestro ser y la verdad profunda de Dios – “el Espíritu lo sondea todo, hasta las profundidades de Dios” (1Co 2,10)- y sabe, por lo tanto, lo que de verdad nos conviene. Gracias a él para nosotros es muy fácil orar, basta con abandonarnos a él y decir: “escucha Padre, los gemidos que el Espíritu Santo eleva hacia ti desde lo profundo de mi corazón y concédeme lo que él está pidiendo para mí; por Jesucristo nuestro Señor. Amén”. Que el Señor nos conceda la gracia de este abandono.