La virginidad por el reino



1. El fundamento y el sentido de la virginidad.

El Destino de todo hombre -es decir, su plenitud, su felicidad- es Cristo. No una abstracción, no una idea a realizar en el futuro, sino una presencia, un hombre real, alguien que puede ser visto, oído, tocado y que está presente en medio de nosotros. El acontecimiento más grande de la historia ha sido precisamente éste: el Destino -es decir, la respuesta plenaria a las ansias del corazón humano- se ha hecho carne. “La Palabra se hizo carne” (Jn 1, 14) y de este modo “lo que existía desde el principio” ha podido ser visto, oído, tocado (cfr. 1Jn 1, 1).

La vocación a la virginidad arranca de aquí, de esta realidad que es Cristo, y tiene como objetivo el “poner a prueba”, el “verificar” la verdad del Evangelio, la verdad de Cristo. Sólo Cristo, revelando el rostro del Padre, desvela al hombre su propio rostro, enseña al hombre cuál es su verdadera humanidad y la hace posible. La virginidad es la verificación de esta verdad: que la realidad y la presencia de Cristo es capaz de realizar la humanidad del hombre, incluso renunciando a lo que hay de más natural en el ser humano: la unión de un hombre y de una mujer para no formar más que “una sola carne”.

No se trata de no casarse para dedicarse a una obra, para tener más tiempo y más energías con vistas a una acción, por muy apostólica que sea. Pues no hay “obra” ni “acción” más grande que nuestra propia humanidad. Se trata ante todo de comprobar que lo único que es capaz de realizar nuestra humanidad es la realidad, la presencia y la acción de Jesucristo, tanto en el matrimonio como en la virginidad. Pues en el fondo tampoco es tan decisivo el casarse o el no casarse, sino el que uno se case o no se case por Cristo. Pues el matrimonio sin Cristo lejos de realizar la humanidad del hombre la mutila, ya que la pertenencia a un hombre o a una mujer, si no es una pertenencia desde el Señor, por el Señor y en el Señor, se convierte fatalmente en alienación: el hombre está hecho para Dios y sólo Él puede saciar la sed profunda de su corazón.

2. El valor paradigmático de la virginidad.

Relacionarse con otro sin afirmar la perspectiva de su Destino es un acto de violencia, incluso cuando esta relación está llena de simpatía y de benevolencia. Porque la simpatía y la benevolencia sin la afirmación del Destino del otro, generan una admiración fetichista y cuasi idolátrica que paraliza su crecimiento, detiene su desarrollo y bloquea el dinamismo de su ser. Lo único que hace posible une relación humana cargada de ternura es la perspectiva del hombre destinado a la felicidad, a una felicidad que no soy yo sino que es Otro, su Destino, Jesucristo.

De ahí que el sacrifico, el desapego, la renuncia la negación de toda voluntad de posesión del otro, sea una condición indispensable de toda auténtica relación, de toda verdadera ternura: amar sin exigir ser amado, amar las flores no porque las huelas, no porque las cortes, sino porque existen, porque son. Eso es la gratuidad: un dar sin buscar reciprocidad, sino afirmar al otro en función de él mismo, de su Destino, de su felicidad, de su propia plenitud, sin intentar retenerlo para sí, renunciando a hacerlo entrar en la órbita del yo que ama. Amar como ama Dios, pues sólo quien ha hecho al hombre es el único que respeta su libertad, el único que tiene una delicadeza y una discreción absolutas hacia la libertad del hombre: no te obliga, solicita tu permiso, como se lo solicitó a María, madre del Destino hecho carne.

Así es el amor virginal. Y por eso sólo el amor virginal engendra la verdadera ternura y la alegría. Pues “hay alegría en renunciar a la alegría” (P. Claudel), es decir, en renunciar al dinamismo de posesión por el que el yo desearía retener al otro -con tanta mayor intensidad, cuanto más grande es su valía y su belleza- en su propia esfera. La virginidad “por el Reino de los cielos” es la realización de un amor así, y por ello es el manantial de una auténtica ternura hacia los hombres, es la encarnación de una verdadera pasión por el mundo. Sin pasión por el mundo -sin amor hacia los hombres- la virginidad sería una huída y un refugio. En realidad es todo lo contrario, y por eso es el modelo cristiano de toda forma de relación humana: la virginidad recuerda a todos los hombres, y en especial a los casados, que sólo se ama de verdad cuando se ayuda al otro a caminar hacia su propio Destino, que es Cristo; pues sólo el amor de Cristo y el amor a Cristo es el que permite a cada uno ser él mismo, acceder a su propia humanidad.

3. La llamada a la virginidad por el Reino.

Dícenle sus discípulos: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse”. Pero él les dijo: “No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt 19,10-12). Estas palabras del Señor indican que hay una forma especial de vivir el bautismo, de vivir el encuentro con Él, que consiste en renunciar al matrimonio para no tener otra preocupación que agradar al Señor. Pues, como explica San Pablo, el no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está, por tanto, dividido (1Co 7,32-34). Se trata, por lo tanto, de vivir el amor a Jesucristo con una exclusividad total: renunciando a amar y a ser amado por un hombre o por una mujer, con el amor preferencial y exclusivo propio del matrimonio, el cristiano que sigue esta llamada del Señor, experimenta que el amor con el que Jesucristo le ama es capaz de colmar de alegría, de sentido y de paz su propio corazón, a pesar de la ausencia de una esposa o de un marido: Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón (Sl 36,4).

Pero esta llamada del Señor no es para todos, sino tan sólo para aquellos a quienes se les ha concedido, para aquellos que pueden entender y entienden que ése es su camino espiritual, porque el Espíritu Santo así se lo hace sentir en su corazón. Quienes poseen esta vocación pueden vivirla de dos modos: asociándose con otros cristianos que sienten esa misma vocación, bajo la autoridad de una regla de vida, que es expresión concreta de un carisma que Dios ha regalado a su Iglesia (y esto da lugar a la vida religiosa y a las distintas asociaciones de fieles), o bien de manera individual, sin otra referencia específica que la misma Iglesia en su estructuración diocesana y parroquial.

“Es preciso recordar asimismo a un gran número de personas que permanecen solteras a causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares, 'iglesias domésticas' y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. “Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente para cuantos están fatigados y agobiados (Mt 11,28)” (CAT 1658).