IV Domingo de Pascua

15 de agosto

 

30 de abril de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Dios lo ha constituido Señor y Mesías (Hch 2, 14a. 36-41)
  • El Señor es mi pastor, nada me falta (Sal 22)
  • Os habéis convertido al pastor de vuestras almas (1 Pe 2, 20b-25)
  • Yo soy la puerta de las ovejas (Jn 10, 1-10)
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Yo soy la puerta de las ovejas”, dice el Señor. La imagen de las ovejas designa, ya desde el Antiguo Testamento, al pueblo de Dios. Según el profeta Ezequiel (c. 34), Dios mismo es el verdadero pastor de las ovejas, su dueño y señor, que las cuida dando la vida por ellas y que reprende a los malos pastores que se aprovechan de ellas. Al afirmar ahora que Él es la “puerta” de las ovejas, el Señor afirma que todo el que se acerque a sus ovejas debe hacerlo a través de Él y que si no lo hace a través de Él, es que es un ladrón y un salteador, alguien que no tiene buenas intenciones al acercarse a las ovejas. Cristo es, pues, el criterio, la norma, que permite discernir quién se acerca a nosotros con buenas o con malas intenciones: según que se acerque a nosotros en el nombre y con las actitudes de Cristo o no.

“Yo soy la puerta” es una afirmación muy cercana a “Yo soy el Camino”: quien pasa por la puerta, que es Cristo, está en el camino que conduce -que él mismo es- a la Verdad y a la Vida. “Yo soy la puerta” significa también que Cristo es la libertad, porque la puerta es aquello que permite “entrar y salir” y el que “entra y sale” es libre, mientras que el esclavo, el prisionero, no puede “entrar y salir”. El que vive en Cristo es libre porque “el Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2Co 3,17). Y “vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (Ga 5,13).

La mentalidad social dominante cree que la libertad consiste en que no haya ninguna puerta por la que sea obligatorio “entrar y salir”. Pero si no hay ninguna puerta es porque no hay ninguna casa, ninguna morada; y entonces no hay refugio, no hay hogar, no hay un lugar donde el hombre pueda recomponer sus fuerzas, reparar su ser, encontrarse a sí mismo y poder volver a salir al mundo con una actitud constructiva. El resultado de todo ello es una inmensa devastación espiritual que deja al hombre inerme ante tentaciones como la droga o como las sectas, mundos que están dirigidos por “ladrones y bandidos”, y no por el buen pastor. Por eso hay que esforzarse por “entrar por la puerta estrecha” que es Cristo, porque “ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran” (Mt 7,13-14).

“Las ovejas atienden a su voz, y él las va llamando por el nombre (…) y las ovejas lo siguen porque conocen su voz”. En una relación de amor la voz es muy importante, es un signo inequívoco de reconocimiento mutuo entre los que se aman. Escuchar la voz del amado llena el corazón de alegría. “¡La voz de mi amado!”, exclama la novia en el Cantar de los cantares (2,8), a lo que responde el novio diciendo: “Deja que escuche tu voz porque es muy dulce tu voz” (2,14). En la mañana de la resurrección María Magdalena se encontró con Cristo resucitado, pero no lo reconoció y lo confundió con el jardinero. Sólo cuando el Señor le dirigió la palabra y la llamó por su nombre fue cuando María Magdalena le reconoció (Jn 20,11-16): “¡María! (…) ¡Rabbuni!”.

El nombre designa nuestra realidad más personal, expresa el misterio de nuestro ser en su unicidad más singular. O lo intenta expresar. En realidad nuestro verdadero nombre no lo conocemos ni siquiera nosotros; tan sólo lo conoce el Señor. Y Él nos lo revelará la final de nuestra vida aquí en la tierra, si permanecemos fieles a su amor: “Al vencedor le daré maná escondido; y le daré también una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Ap 2,17).
Nosotros venimos todos los domingos a misa a escuchar la voz del Señor. Porque tenemos la experiencia de que esa voz pronuncia nuestro nombre de tal manera que el corazón se nos llena de esperanza y sentimos que, a pesar de todas nuestras limitaciones y fallos, es posible la alegría.

Ya el pueblo de Israel hizo esta experiencia y comprobó que, si escuchaba la voz del Señor y seguía sus mandatos, la vida crecía en él; mientras que, cuando escuchaba y seguía otras voces, tras la exaltación pasajera que la idolatría produce, la muerte se apoderaba de él.

También a nosotros nos hablan muchas voces y cada una de ellas nos ofrece una propuesta de vida. Sin embargo, nosotros, aunque oímos todas esas voces, sólo queremos escuchar la voz del Señor, porque también tenemos la experiencia de que cuando esa voz pronuncia nuestro nombre, el corazón se nos llena de vida. Por eso decimos con el salmo 94: “¡Ojalá escuchéis hoy su voz!” (v. 8). Con razón dice hoy el Señor: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”.

Que el Señor nos conceda escuchar siempre su voz, llamándonos por nuestro nombre; para que el corazón se nos llene de esperanza y de alegría; para que tengamos vida en abundancia. Amén.