III Domingo de Pascua

15 de agosto 

23 de abril de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio (Hch 2, 14. 22-33)
  • Señor, me enseñarás el sendero de la vida (Sal 15)
  • Fuisteis liberados con una sangre preciosa, como la de un cordero sin mancha, Cristo (1 Pe 1, 17-21)
  • Lo reconocieron al partir el pan (Lc 24, 13-35)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

- “Aquel mismo día, el primero de la semana…”, es decir, el domingo, aquellos dos discípulos caminaban desalentados hacia la aldea de Emaús, cuando Cristo resucitado salió a su encuentro y se les hizo su compañero de camino. La misa dominical consiste precisamente en dedicar un tiempo a caminar con Cristo resucitado para que Él nos explique las Escrituras, es decir, el plan de Dios y nosotros podamos comprender lo que nos está pasando a la luz del designio divino de salvación. La Eucaristía dominical es la cita de amor que Cristo nos da a los suyos, para caminar un tiempo con nosotros, para explicarnos el plan de Dios y para que le reconozcamos en la fracción del pan. De ahí la importancia tan grande que tiene para nosotros la fidelidad a la Eucaristía dominical: el cristianismo es una relación personal con Cristo y como toda relación no puede vivirse sin frecuentarse. De ahí la recomendación de la Carta a los Hebreos: “Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras, sin abandonar nuestras asambleas, como algunos acostumbran hacerlo” (Hb 10 24-25). De ahí que la asistencia a misa los domingos sea una obligación grave para un cristiano, pues no participar en ella constituye una desatención hacia Dios, hacia Cristo resucitado que sale a nuestro encuentro; sería como un sustraerle la oportunidad de que Él nos explique el sentido de lo que está ocurriendo.

- En la Misa, en efecto, en la homilía, Cristo resucitado nos va explicando el plan de Dios y se nos va haciendo luz sobre aquello que nos parecía caótico y sin sentido. Pues nosotros nos encontramos a menudo en la misma situación espiritual que Cleofás y su compañero, es decir, sin esperanza en el Crucificado. La realidad del dolor y del sufrimiento nos hace perder toda esperanza: pensamos que un Mesías que muere en una cruz no puede solucionar el problema de nuestra vida, porque el problema de nuestra vida es precisamente el dolor, y ¿cómo va a vencer el dolor un Crucificado? A menudo, hermanos, estamos en una situación peor que la del buen ladrón. Pues éste, en medio de los tormentos suyos y los de Jesús, tuvo esperanza en Él, y nosotros a veces ya no la tenemos. Es pues necesario que Él nos hable y que nosotros le escuchemos, para que Él nos desvele el sentido de lo que nos parece sin sentido.

- “Era necesario que el Mesías padeciera…” Al escuchar sus palabras vamos descubriendo una secreta necesidad que no veíamos, y vamos comprendiendo que lo que nos ocurre forma parte de un designio de Amor, como la Cruz formó parte del designio amoroso de Dios hacia los hombres. Y entonces lo que parecía caótico se va volviendo luminoso: también en la vida de cada uno de nosotros “es necesario” que el Mesías siga padeciendo, es decir, que cada uno de nosotros tenga parte en los sufrimientos de Cristo, “por su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24).

- Y también nosotros le reconocemos “al partir el pan”. “No cualquier pan, precisa San Agustín, sino tan sólo aquel pan sobre el que se pronuncia la bendición de Cristo y se convierte en el Cuerpo de Cristo”. Al ver el gesto de Jesús, que se deja romper, partir y repartir, como se dejó romper en el árbol de la Cruz, comprendemos que un Amor tan grande no puede ser sólo humano, que tiene que ser divino. “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). Y entonces comprendemos que lo más grande que podemos hacer en nuestra vida es dejarnos habitar por este Amor, dejar que él nos penetre, nos invada, y empezar nosotros a amar también con él. No con el amor que nace de nuestro empeño y de nuestra voluntad, sino con el que nace de Dios.

- Y también nosotros “nos levantamos al instante” y salimos, alegres y presurosos, después de la Eucaristía dominical, para comunicar al mundo que “es verdad, ha resucitado el Señor”, es decir, que hay esperanza para el hombre y para el mundo, porque el Señor ha vencido las fuerzas del pecado y de la muerte. Y en nuestro corazón ya no hay tristeza y abatimiento sino esperanza.