Jueves Santo

15 de agosto 

6 de abril de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Prescripciones sobre la cena pascual (Ex 12, 1-8. 11-14)
  • El cáliz de la bendición es comunión de la sangre de Cristo (Sal 115)
  • Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor (1 Cor 11, 23-26)
  • Los amó hasta el extremo (Jn 13, 1-15)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

La Iglesia celebra hoy los tres dones que el Señor nos entregó en la última cena: el don de la Eucaristía, el don del sacerdocio y el don del mandamiento nuevo que el Señor ejemplificó en el lavatorio de los pies y que formuló, un poco más adelante, diciendo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13,34).

Estos tres dones están íntimamente unidos: el amor con el que Cristo nos manda amar no es el amor tal como lo entiende el mundo, como simpatía o filantropía o ayuda humanitaria, sino el amor teologal, es decir, el mismo amor con el que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se aman desde toda la eternidad, el mismo amor del que dice san Juan “Dios es Amor” (1Jn 4,8). Este amor se llama caridad y no nace “de la carne ni de la sangre ni de la voluntad del hombre sino de Dios” (Jn 1,13), baja del cielo y se nos da, como un don que nos alimenta, en la Eucaristía. Y el sacerdocio ministerial existe para que se pueda celebrar la Eucaristía y para que ese amor que viene del cielo llegue a nosotros.

El amor con el que Cristo nos manda amar no tiene nada que ver con la simpatía, ni con el caer bien a la gente, ni con el decir siempre que sí a todo lo que los demás nos pidan. El Señor no dijo siempre que sí, ni curó a todos los enfermos que le presentaban, ni se preocupó de caer bien a la gente: cuando tuvo que hacer un látigo, lo hizo y expulsó a los vendedores del Templo y también eso fue un acto de amor. Porque el amor con el nos ama Cristo y con el que quiere que nosotros nos amemos es el amor que ve al hombre como un ser creado por Dios para vivir eternamente con Él. Y en esta perspectiva amar consiste en ayudar al otro a alcanzar su destino, que es Cristo, que es Dios, es ayudarle a llegar al cielo.

Cuando se ama a los hombres olvidando su origen en Dios y su destino eterno, se les trata como a animales destinados al matadero: se les ceba de bienes económicos, de bienes culturales, de bienes sociales, de bienes sanitarios, antes de la matanza, antes de la muerte. Nosotros hemos de amar deseando y buscando el que todos los hombres (incluidos nuestros enemigos) estemos juntos en el cielo. Y eso es caridad.

Los sacerdotes existimos para hacer posible que ese amor baje del cielo a la tierra cada día y esté al alcance y a la disposición de los hombres que, libremente, por la fe, lo quieran acoger. El sacerdote, al celebrar la Eucaristía y los demás sacramentos, abre las compuertas de la misericordia divina, que están en el cielo, para que se derramen sobre la tierra y así los hombres puedan acogerse a esa misericordia que “todo lo cree, todo lo espera y lo soporta todo” (1Co 13, 7), a esa caridad que “no acaba nunca” (1Co 13,8) y que es nuestra esperanza. Pues nuestra esperanza es el amor que hay en el Corazón de Cristo y por eso el santo cura de Ars decía: “El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús”.

“Haced esto en memoria mía” dijo el Señor. La “memoria” que la Iglesia hace en la Eucaristía no es un mero recuerdo de un acontecimiento pasado, sino una re-presentación, un volver a hacer presente de manera incruenta, lo que se realizó en el Calvario de manera cruenta. “Haced esto en memoria mía” significa, pues: recordamos lo que Tú hiciste, y esto que Tú hiciste, Señor Jesús, se hace presente ahora en medio de nosotros, desplegando toda su fuerza salvadora. Tú derramaste tu sangre pidiendo perdón para todos, abriendo las compuertas de la misericordia divina sobre el mundo y la historia humana, y ese manantial de misericordia que brotó de tu Corazón sigue manando aquí y ahora.

La Iglesia celebra la Eucaristía para que el sacrificio de la cruz se haga presente a lo largo de la historia humana, y cada hombre tenga la oportunidad de contemplarlo con fe y de poder decir, como el buen ladrón, “acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (Lc 23,42), o como el centurión, “verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). Y para que, por este acto de fe, pueda alcanzar la salvación, aunque su vida haya sido, hasta ese momento, la de un malhechor (como el buen ladrón) o la de un pagano (como el centurión). Porque lo que va a decidir el destino eterno de cada hombre es su manera de posicionarse ante Cristo, su apertura o su cerrazón al amor de Dios que se nos ofrece en Cristo Jesús.

Que el Señor nos conceda una fidelidad total a la celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos. Para que recibamos el amor de Dios en nuestro corazón y amemos a los demás con ese amor, el único que salva al mundo. Amén.