II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia

15 de agosto 

16 de abril de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común (Hch 2, 42-47)
  • Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Sal 117)
  • Mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva (1 Pe 1, 3-9)
  • A los ocho días llegó Jesús (Jn 20, 19-31)
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En el momento histórico que refleja el evangelio de hoy, los discípulos son, queridos hermanos, una ínfima minoría social. Y lo primero que el Señor les enseña es que Él está en medio de ellos, que en su insignificancia, en su aislamiento social provocado por el miedo (puertas cerradas), Él está con ellos y que les hace partícipes de su misma misión (“como el Padre me ha enviado así os envío yo”), de su misma vida, de su propio aliento (por eso sopla sobre ellos) y de su propio poder para perdonar pecados. Con todo esto el Señor les está diciendo a ellos –y nos lo dice ahora a nosotros: sois mi prolongación, mi presencia en medio de los hombres, a lo largo de la historia humana hasta que yo vuelva.

Por tres veces en este evangelio el Señor repite: “¡Paz a vosotros!”. El don de la paz es el don por excelencia del Resucitado, es el don que refleja y expresa la vida nueva que Él nos ha alcanzado con su muerte y resurrección y que nos da en el bautismo y en la Eucaristía. Pero este don está unido a las llagas: “Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado”. La paz que Cristo resucitado nos da no es el producto de ninguna técnica psicológica, sino que nace de un abismo de dolor que ha sido sumergido en un abismo más grande de amor, en el que todo ha sido perdonado. Quien no ha sido ofendido y ha perdonado de corazón, no puede acceder al don de la paz que Cristo resucitado nos da. La paz de Cristo resucitado es el distintivo propio de un ser que ha renunciado por completo al ego, de un hombre que posee un yo desindividualizado, es decir, que ya no reivindica nada para sí, para su propia particularidad, sino que vive totalmente volcado en la comunión, de tal manera que su vida es sólo “lugar de comunión”, “espacio de reconciliación”.

Evidentemente los hombres no nacemos así, ni nos comportamos así, por lo menos mientras nos dejamos llevar de nuestra espontaneidad. Nuestra espontaneidad es egoísta, es interesada, requiere y reclama “un lugar en el sol” para uno mismo. Lo que estamos diciendo es lo propio de una nueva existencia. Y una existencia nueva requiere un nuevo acto creador. Es lo que hace Jesús al repetir el gesto de Dios Padre en la creación: del mismo modo que Dios “formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2, 7), ahora Cristo resucitado “sopla” sobre los discípulos (“exhaló su aliento sobre ellos”) y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. El aliento, la respiración, es algo que se identifica casi con el ser de una persona: podemos vivir bastante tiempo sin comer, pero muy poco tiempo sin respirar. El aliento marca como el ritmo vital de una persona. Dar el propio aliento es como dar la propia vida. Y eso es lo que hace Jesús una vez resucitado: nos da su vida, que es el Espíritu Santo, la vida misma de Dios. Y esa vida misma de Dios se caracteriza por el poder de perdonar los pecados a los hombres. “El oficio de Dios es perdonar”. La fuerza y el poder del Señor se manifiestan, primero en la creación y después en el perdón de los pecados, por el que la creación recibe la posibilidad de formar parte de la Jerusalén celestial.

Pero el Espíritu Santo es el Espíritu de la verdad. Y por eso el perdón de Dios supone la verdad del arrepentimiento por parte del pecador. A quien se arrepiente, los pecados le son perdonados. A quien no se arrepiente, le son “retenidos”, a la espera de que se arrepienta y puedan serle perdonados. El perdón de Dios no es una amnistía ciega en la que se da “café para todos”, al margen de la actitud personal de cada uno. El perdón de Dios requiere el arrepentimiento previo de quien ha pecado, su reconocimiento de que aquello que ha perpetrado está mal, es pecado, es contrario a la voluntad de Dios. Lo peor de nuestro tiempo no es que se cometan pecados, sino que no se denomine pecado a lo que es pecado. Porque entonces los pecados quedan “retenidos”.

A esta nueva existencia, caracterizada por la paz y por el perdón de los pecados, se accede mediante la fe. En el grupo de los discípulos hubo uno, Tomás, que puso una condición para creer: quiso que el Señor resucitado se le apareciera también a él y que él tocara sus llagas. Y el Señor es tan bueno que accedió a esa condición de Tomás. No tenía por qué hacerlo, pero, en su infinita misericordia, el Señor no quiso que Tomás quedara excluido del grupo de los discípulos y de la misión que les encomendaba. Y se le apareció delante de los demás y, demostrando conocer sus deseos, le dijo “trae tu mano…”. Tomás llegó, conducido por Jesús, al acto de fe más impresionante de todo el evangelio: “Señor mío y Dios mío”. Pero el Señor declaró bienaventurados a los que crean sin haberle visto físicamente. El camino de la fe es el del testimonio de los discípulos, como declara el evangelista al decir que “estos signos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios”. Que el Señor nos conceda acoger este testimonio con fe y dar este mismo testimonio ante el mundo. Para alabanza de su gloria. Amén.