12 de marzo de 2023
(Ciclo A - Año impar)
- Danos agua que beber (Ex 17, 2)
- Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94)
- El amor ha sido derramado en nosotros por el Espíritu que se nos ha dado (Rom 5, 1-2. 5-8)
- Un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4, 5-42)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
El encuentro del Señor con la
samaritana se produce junto a un pozo, que la tradición atribuye a Jacob. El
pozo es el lugar donde se sacia la sed, y el hombre es un ser de deseos, un ser
que tiene sed. El Señor inicia su diálogo con la samaritana arrancando de la
sed física que él tiene en ese momento, para conducir a esa mujer a la sed de
su corazón y hacerle caer en la cuenta de que esa sed del corazón es sed de Dios.
Aquella mujer era una mujer de deseos,
como lo testimoniaban sus cinco maridos. Deseaba amar y ser amada. Era una
mujer fuerte, capaz de descartar maridos y de encontrar otros; y al mismo
tiempo era una mujer débil, porque a pesar de tanto marido, no conseguía nunca
apaciguar su corazón inquieto, saciar la sed de su corazón. Al encontrar a
Jesús no va a encontrar su “séptimo marido”; va a encontrar al Esposo -con
mayúscula- a Aquel que nos colma interiormente con el don del Espíritu Santo y
nos hace capaces de empezar a dar, a donar, a manar, como un manantial de
agua viva que salta hasta la vida eterna.
Mi propia verdad es que he tenido
cinco maridos –es decir, que me he “casado” con distintos “ídolos” a lo largo
de mi vida: la inteligencia, el dinero, el éxito profesional, la salud, el
reconocimiento social etc.- y que el que tengo ahora tampoco es mi marido,
porque todavía no he puesto a Dios en el primer lugar de mi corazón y de mi vida,
y sólo Él –Dios- es el marido legítimo.
Mi propia verdad incluye el fracaso de
mi vida, mi límite, mi incapacidad, mi impotencia para saciar el deseo de mi
corazón. Y mientras yo no asuma esto y lo incluya en mi relación con Dios, mi
relación con Dios será falsa, estará falseada, porque se centrará en tonterías,
en cuestiones periféricas (Garizim o Jerusalén), en vez de centrarse en mi corazón: un corazón que está
herido, que está humillado; un corazón al que sólo el Corazón de Dios, que es
el Corazón de Jesús, puede sanar y colmar. El Señor promete a la samaritana que
dentro de ella surgirá un manantial de agua “que salta hasta la vida eterna”.
Se trata del agua viva del Espíritu Santo,
que brotará del corazón de Cristo atravesado en la cruz por la lanza del
soldado: la sangre y el agua que brotarán de él, son el bautismo y la
eucaristía por los que recibimos el don del Espíritu Santo.
Me
ha dicho todo lo que he hecho. ¿Será éste el Mesías? No se trata del hecho
material de que Jesús conozca lo que esa mujer ha vivido, sino del hecho de que
ella se siente comprendida por este
hombre, entendida “desde dentro” por él. Se trata de que Jesús conoce, no
sólo lo que ha hecho, sino su corazón
y, por lo tanto, la dinámica interior de toda su vida. Y esto es lo que
sorprende a la samaritana y lo que le hace aparecer a sus ojos como verosímil
el que Jesús sea el Mesías. Pues nadie
como Jesús entiende nuestro corazón y por lo tanto comprende nuestra vida
“desde dentro”.
El corazón, en efecto, es el centro de
la persona, es siempre la clave que
explica nuestro obrar. Aquel hombre, Jesús, veía el corazón de aquella mujer y
por eso entendía su manera de obrar, y por eso la comprendía sin juzgarla y era capaz de suscitar en
ella la esperanza. Cuando los
samaritanos dicen “él es, en verdad, el Salvador del mundo” están precisamente
diciendo esto: por fin hay Alguien que nos entiende, y que en vez de juzgarnos
y condenarnos, suscita en nosotros la esperanza de una vida nueva, de un nuevo
corazón con el que poder vivir de otra
manera, en conformidad perfecta con la voluntad de Dios.
Jesús viene también hoy a cada uno de nosotros y nos encuentra junto al pozo, es decir, junto a los deseos de nuestro corazón. Él conoce bien todos nuestros fracasos y nuestras incapacidades, y viene a ofrecernos su amistad, su amor, y el don del agua viva que es su Espíritu Santo. Basta que nosotros reconozcamos la verdad de nuestra vida y se la entreguemos a Él. El sacramento de la confesión es una manera privilegiada de hacerlo.