El matrimonio



1. La vida cristiana como vocación.

El bautismo define nuestro ser cristiano como una pertenencia a Jesucristo: somos “cosa suya”, miembros de su cuerpo, sarmientos de la única vid, ramas del único olivo. Esta pertenencia comporta el que no podamos concebir nuestra vida como proyecto, es decir, como despliegue de nuestra libertad desde sí misma y para sí misma, sino como vocación, es decir, como aceptación y adhesión de sí mismo al “lugar” que Jesucristo ha elegido para mí en el seno de su cuerpo, que es la Iglesia. En este sentido hay una afirmación capital en el Nuevo Testamento: “la realidad es el cuerpo de Cristo” (Col 2, 17). Nuestra relación con la realidad es, pues, nuestra relación con el cuerpo de Cristo, con la Iglesia. En esta realidad nueva y única, definitiva, en la que somos injertados por el bautismo, ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Gal 3, 28). Toda vocación cristiana será, por lo tanto, una manera de vivir este misterio de unidad que, en Cristo -en su cuerpo, que es la Iglesia- se desarrolla como semilla y realidad incipiente del Reino futuro. En este sentido son dos las posibilidades fundamentales -las vocaciones- del vivir cristiano: el matrimonio y la virginidad.

2. El sentido cristiano del matrimonio.

El misterio del Reino presente entre nosotros es un misterio nupcial: han llegado las bodas del Cordero, su esposa se ha engalanado (Ap 19, 7). El matrimonio cristiano será un signo viviente de este misterio nupcial que une a Cristo con su Iglesia.

Ello comporta una transfiguración profunda de las relaciones conyugales, que podemos expresar diciendo que lo que nace como EROS tiene que transformarse en AGAPE, que lo que nace como ATRACCIÓN tiene que convertirse en MISIÓN. Pues las bodas de Cristo con su Iglesia han sido unas “bodas de sangre”, que se consumaron en el tálamo de la Cruz, donde el Esposo derramó toda su sangre por la Iglesia, de tal manera que, del costado del nuevo Adán, dormido en el sueño de la muerte, brotó la nueva Eva, la Iglesia. Ello sitúa el matrimonio cristiano más allá de toda perspectiva inmediatamente felicitaria y lo inserta en el misterio del Amor crucificado, es decir, del amor que da la vida por aquel al que ama, y la da gratuitamente, es decir, al margen de la presencia o ausencia de motivos que induzcan al amor. Pues Cristo no nos ha amado porque éramos amables sino porque nos ha querido amar, por pura gracia (Ef 2, 5): la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5, 7). De este modo el matrimonio cristiano se convierte en la misión recibida de Cristo, por la que un hombre y una mujer se aceptan mutuamente como don de Cristo, para prestarse mutua ayuda, para ser compañía el uno para el otro, durante la peregrinación terrestre, para testimoniar, con su mutua fidelidad, el valor único e irremplazable de cada hombre, cuyo precio ha sido la sangre de Cristo.

Así aparece otro rasgo del matrimonio cristiano: es una vocación vigente para este tiempo, es decir, para el tiempo de nuestra peregrinación terrestre. Pues en el cielo, en el tiempo futuro, ni ellos tomarán mujer, ni ellas marido, sino que serán como los ángeles en el cielo (Mt 22, 30). Pues el estatuto definitivo -y por lo tanto definitorio- del ser humano no es el ser esposo o esposa con relación a una mujer o a un varón, sino el ser “esposa” con respecto a Dios, ya que la “medida” definitiva y definitoria del ser humano no es otro ser humano sino Dios: a imagen de Dios los creó, hombre y mujer los creó (Gn 1, 27).

3. Las exigencias del matrimonio cristiano.

Hablando del matrimonio cristiano exclama San Pablo: Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia (Ef 5,32). Todas las exigencias morales del matrimonio cristiano dimanan de esta relación suya constitutiva, íntima, con el misterio nupcial del amor entre Cristo y la Iglesia, aunque son exigencias que expresan también, al mismo tiempo, la máxima perfección del dinamismo humano de la sexualidad. Pues la sexualidad no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo más íntimo de la persona humana en cuanto tal y, por ello, la entrega conyugal entre un hombre y una mujer tiende, por su propia dinámica, a la totalidad, a una donación integral de ambos, por la que se llega a no tener más que un corazón y un alma. De ahí brota la doble exigencia de fidelidad por la que se vive la unidad e indisolubilidad del matrimonio y de apertura a la fecundidad.

La fidelidad de los esposos constituye un testimonio, ante todo, de la fidelidad de Dios a su alianza, de la fidelidad de Cristo a su Iglesia. Pues el amor de Dios no es voluble ni pasajero: El amor es fuerte como la muerte, es cruel la pasión como el abismo; es centella de fuego, llamarada divina: las aguas torrenciales no podrían apagar el amor, ni anegarlo los ríos (Ct 8,6-7). Por el sacramento del matrimonio los esposos cristianos, a pesar de su fragilidad, han sido capacitados para representar y testimoniar este amor, pues en ese sacramento, a través de su propia libertad, ha intervenido la Libertad misma de Dios para hacerlos “uno”: De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mt 19,6). Pero la fidelidad testimonia también el valor único de cada uno de los cónyuges, el hecho de su singularidad irremplazable, libremente querida y creada por Dios, el hecho de que cada uno de ellos es un hermano por quien Cristo ha muerto. En una cultura que tiende a vivir todas las relaciones bajo el paradigma del consumo, los cónyuges cristianos testimonian, con su fidelidad, el carácter absoluto del ser humano, su dignidad, que merece la fidelidad inviolable de quien, libremente, ha querido vivir su existencia terrena en la convivencia conyugal.

Por su apertura a la fecundidad los esposos cristianos permanecen fieles al orden querido por Dios desde el principio, pues Dios ordenó al hombre la fecundidad -Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla (Gn 1,28)-, uniendo en la sexualidad humana el significado unitivo al significado procreador; también aquí es necesario que no separe el hombre lo que Dios ha unido. Permaneciendo abiertos al don de la vida los esposos reconocen la dignidad incomparable de la sexualidad humana, mediante la cual Dios crea un nuevo hombre, y se ofrecen a ser cooperadores del amor creador de Dios, convirtiéndose así en signos de su paternidad. Frente a una mentalidad que tiende a considerar a los hijos como un instrumento de la propia realización, a veces incluso como un derecho, la humilde y valiente apertura a la vida de los esposos cristianos, recuerda a todo el mundo que los hijos no son ni un proyecto, ni un derecho, sino un don, un misterio que viene de más lejos que la propia donación, y que la primera actitud necesaria ante ellos es la del reconocimiento de su propio misterio.