V Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

26 de marzo de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis (Ez 37, 12-14)
  • Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa (Sal 129)
  • El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros (Rom 8, 8-11)
  • Yo soy la resurrección y la vida (Jn 11, 1-45)
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“Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”. El evangelio de hoy nos sitúa ante el hecho ineludible que más turba la vida del hombre sobre la tierra, la muerte, y nos entrega la Buena Noticia de que Jesús convierte la muerte en una realidad provisional, transitoria: se pasa por ella, pero ella no tiene la última palabra. La disgregación del ser del hombre que ella provoca –la separación del alma y del cuerpo- es sólo provisional, momentánea.

Para nosotros, la muerte constituye un límite infranqueable, un umbral que, una vez atravesado, ya no tiene retorno. Pero no así para Cristo. Para Él la muerte es algo de lo que puede sacarnos con tan sólo una palabra, diciendo nuestro nombre y dando la orden: “¡Lázaro, ven afuera!”. Por eso compara la muerte con el sueño: “Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo”. Los primeros cristianos comprendieron esto perfectamente y abandonaron la terminología pagana, que llamaba “necrópolis” a los lugares de enterramiento, y la sustituyeron por la palabra “cementerio”, que literalmente significa “dormitorio”: la muerte es un sueño, del que nos despertará la voz poderosa del Señor.

La resurrección de Lázaro es una imagen del bautismo, por el que fuimos sepultados en la muerte, a fin de que vivamos una vida nueva (Rm 6,4). Por el bautismo morimos al pecado y nacemos a una vida nueva, que es la vida de Cristo resucitado, la vida misma de Dios. Nosotros experimentamos el poder de Cristo para sacarnos de la muerte en el sacramento de la reconciliación, que prolonga el bautismo y lo aplica a las diversas situaciones, a lo largo de nuestra de vida terrena. Cuando pecamos gravemente, nuestra alma empieza a pudrirse y de ella se puede decir, como del cuerpo enterrado de Lázaro, que “ya huele mal”. Santa Catalina de Siena tenía el don de “oler” las almas, y sufría muchísimo en la corte papal de Aviñón, al encontrarse con algunas personas que vivían de manera habitual y estable en el pecado: no podía soportar su olor.

Por otro lado el pecado “ata” nuestra alma, nuestro ser espiritual e interior, y le impide caminar. Bajo la acción del pecado, el hombre está como Lázaro en el sepulcro: completamente vendado, con unas vendas que imposibilitan cualquier movimiento. El pecado paraliza, “ata” nuestra alma con las terribles vendas de nuestras pasiones. Y cada vez que nos confesamos, cuando el sacerdote nos da la absolución, el Señor vuelve a decir sobre cada uno de nosotros: “Desatadlo y dejadlo andar”. “Absolución” significa, precisamente, eso: soltar los lazos que atan a un ser para que pueda caminar.

La fe en Jesús nos da una unión con Dios –una vida, porque para el hombre “estar vivo” es estar unido a Dios-, que vence a la muerte, que, aunque tiene que pasar por la muerte, no se queda extinguida en ella. Es una vida que no conoce ocaso ni fin. Al resucitar a Lázaro, el Señor muestra que la muerte no constituye ningún límite para Él, que Él tiene poder sobre la muerte. Su verdadero don, sin embargo, no es una vida terrena que se prolonga para siempre, sino la vida en eterna comunión con Dios. A esto se refiere, en último término, Jesús, cuando le dice a Marta: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. “Le veremos tal cual es”, escribe san Juan en su primera carta (1Jn 3,2).

Que sepamos vivir ahora intensamente el bautismo, renunciando a las obras de la carne, teniendo nuestro cuerpo muerto al pecado, y viviendo en la docilidad al Espíritu Santo que habita en nosotros (2ª lectura). Para que, cuando el Señor nos llame a su presencia, en la hora de nuestra muerte, le veamos “tal cual es” y nuestro corazón se llene de la alegría que “nadie nos podrá quitar” (Jn 16, 22). Que así sea.