XIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

26 de junio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Eliseo se levantó y siguió a Elías (1 Re 19, 16b. 19-21)
  • Tú eres, Señor, el lote de mi heredad (Sal 15)
  • Habéis sido llamados a la libertad (Gál 5, 1. 13-18)
  • Tomó la decisión de ir a Jerusalén. Te seguiré adondequiera que vayas (Lc 9, 51-62)
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Este santo evangelio se inicia con la expresión “cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo”. No se trata de una consideración fundamentalmente cronológica sino, ante todo, teológica, que indica que ha llegado la hora de realizar lo que el Padre del cielo le ha encargado, que san Lucas designa con su final feliz: “ser llevado al cielo”. Pero Jesús sabe que para llegar a ese final feliz tiene que pasar antes por la pasión y por la muerte en la cruz. Se trata, por lo tanto, de asumir su destino, de afrontar su “hora”, como san Juan en su evangelio: “sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre” (Jn 13, 1).

Pues bien, ante su destino, ante su hora, Jesús “tomó la firme decisión de ir a Jerusalén”, porque Jesús sabía que su partida se tenía que cumplir en Jerusalén, tal como hablaban entre sí Moisés y Elías en el episodio de la transfiguración (Lc 9, 31) y porque, tal como el propio Jesús afirmó, “no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33). Entonces Jesús tomó la firme decisión de ir a Jerusalén, es decir, de afrontar su destino, su misión, su tarea, la que el Padre le ha confiado. No encontramos en Jesús una consideración sobre si le gusta o no le gusta esa tarea, sino que encontramos una firme decisión.

Esta firme decisión nos recuerda el papel fundamental que  nuestra libertad tiene que desempeñar para seguir a Jesús, para ser cristianos. Un papel fundamental porque no se trata, en primer lugar,  de que nos atraiga o nos apetezca, sino de realizar un acto libre por el que decido hacer de Jesús el centro de mi vida, hacer de sus palabras el criterio para juzgarlo todo. La fe, siendo un don de Dios, es siempre también, por parte del hombre, un acto libre, una firme decisión. Y si permanecemos en ella, si la mantenemos a lo largo de nuestra vida, oiremos de la boca de Cristo estas preciosas palabras: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel”  (Lc 22, 28-30).

La reacción de Santiago y Juan, al saberse rechazados en una aldea de Samaría, pone de relieve lo “carnales” que son todavía y cómo quieren poner a Dios al servicio de su causa. Y aunque su causa es la causa de Dios, Dios no quiere imponerla a los hombres por el miedo y la coacción, sino ofrecerla a la libre acogida de los hombres. Por eso Jesús les regaña. Cuando Juan ya haya recibido el Espíritu Santo comprenderá que Dios no quiere nunca pasar por encima de nuestra libertad, sino que siempre la solicita con respeto: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3, 20). La fe no se impone, se propone, en el exquisito respeto de la libertad del hombre. Como afirma san Pablo en la segunda lectura de este domingo: “Para vivir en libertad Cristo nos ha liberado (…) Porque hermanos, habéis sido llamados a la libertad” (Ga 5, 1. 13).

En los tres encuentros que se nos narran brevemente a continuación, el Señor subraya que seguirle a él, que ser cristiano, no garantiza para nada una existencia terrena mínimamente confortable, ya que “el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” y que, por lo tanto, como dirá san Pablo más adelante, “si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1Co 15, 19). Seguir a Cristo, vivir la vida cristiana, no es poseer una sabiduría que nos instruya sobre la manera de vivir una vida terrena feliz, sino disponernos para la acogida y el anuncio del reino de Dios.

Es lo que Jesús le indica a quien le pide ir a enterrar a su padre: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios”. Con estas palabras Cristo establece una jerarquía de valores en cuya cima está Dios y su Reino, por encima incluso de los lazos familiares: “el que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37). Los padres del desierto entendieron esto perfectamente. Uno de ellos respondió a quien le anunció la muerte de su padre: “no blasfemes; mi Padre es inmortal”, haciéndose eco de las palabras del Señor: “no llaméis a nadie ‘Padre’ vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre; el del cielo” (Mt 23, 9).

Esa mirada centrada en Dios y en su Reino que viene, es la que Jesús inculca a quien le pide despedirse de su familia. El cristiano no puede “mirar hacia atrás”, es decir, hacia sus raíces terrenas, sino que tiene que vivir mirando hacia delante, hacia el Reino que viene, pues aquí en la tierra está de paso, es “extranjero y forastero” (cf. 1P 2, 11), y sus verdaderas raíces están arriba, en el cielo, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios: “nosotros somos ciudadanos del cielo” (Flp 3, 20). Que el Señor nos conceda esta mirada.