Vigilia de Pentecostés

15 de agosto 

4 de junio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu (Jl 3, 1-5)
  • Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103)
  • El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 22-27)
  • Manarán ríos de agua viva (Jn 7, 37-39)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

“Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel”. Nuestros sepulcros son las situaciones que vivimos sin esperanza: mi matrimonio, mi trabajo, mis hijos, mi propia conversión. Cualquier aspecto de nuestra vida puede verse afectado por la falta de esperanza, y entonces se convierte para nosotros en un sepulcro y se cumplen las palabras de Ezequiel: “Nuestros huesos están secos, nuestra esperanza ha perecido, estamos destrozados”.

La Buena Noticia que nos da la Iglesia hoy es que Cristo resucitado nos comunica el Espíritu Santo: “Os infundiré mi espíritu y viviréis”, es decir, y tendréis esperanza. La esperanza es la sustancia del alma y de la vida, sin esperanza no hay vida, y el Espíritu Santo llena nuestro corazón de esperanza. Lo que significa dos cosas: (1) que incluso en la máxima negatividad, la cruz, el fracaso, la muerte, hay esperanza, y que (2) la esperanza va más allá de mañana y de pasado mañana: la esperanza apunta a la Realidad en toda su hondura y nos dice que la Realidad está abierta a Aquel que es su Fuente y su Origen y que es Amor: “Una esperanza que se ve, ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá uno esperando aquello que ve?”.

La esperanza significa que estamos abiertos a Dios y a su gracia y que no diseñamos nosotros el futuro que esperamos, sino que lo dejamos en sus manos, porque sabemos que sus manos, -que por cierto están taladradas a causa de Su amor hacia nosotros- son mejores que las nuestras. “Porque no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables”. La esperanza nos conduce al abandono, a abandonar nuestro destino en sus manos, a dejarnos llevar por Él, a seguirle sin saber hacia donde nos lleva y por qué caminos nos lleva, pero sabiendo que lo verdaderamente decisivo y bello es que vamos con Él, que vamos tras Él, que Él camina con nosotros y que no hay riqueza mayor. El joven rico se equivocó: prefirió sus riquezas materiales a la compañía de Cristo que se le ofrecía; fue tan necio como rico, pues “estar con Cristo es, con mucho, lo mejor” (Flp 1,23).

El “lugar” donde recibo el Espíritu Santo, donde mana el agua viva del Espíritu es Cristo, es el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, pues, como decía san Ireneo, "allí donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios y toda gracia". Pues la Iglesia, cuerpo de Cristo y Esposa del Señor, ha recibido, como dote nupcial, la plenitud de gracias que Cristo destina a todos los hombres, ya que Pablo la define como “la Plenitud del que lo llena todo en todo” (Ef 1,23). Por eso es en la Iglesia donde recibo el Espíritu Santo, y es en ella donde alcanzo mi verdadero ser: “uno por uno todos han nacido en ella” (Sal 86,5).
L
a Iglesia es un misterio y por eso la confesamos en el Credo. La Iglesia no es la simple suma de los cristianos: ella existe antes de que existan los cristianos, como la madre existe antes de que existan sus hijos. Y la Iglesia, que es distinta de cada uno de sus hijos y de la suma de todos ellos, es siempre inmaculada y santa, “sin mancha ni arruga” (Ef 5,27). Somos sus hijos quienes, a veces y por desgracia, pecamos y con nuestros pecados manchamos al rostro inmaculado de nuestra madre, que sigue siendo bello bajo la costra de nuestros pecados, como seguía siendo bello el rostro del Señor en la pasión bajo las manchas de la sangre, de los salivazos y de los hematomas de la flagelación. Y cuando esto ocurre, ella llora por nosotros y hace penitencia por nosotros. Ella, que no ha pecado, hace penitencia por nosotros, sus hijos, que hemos pecado, del mismo modo que una madre asume los desaguisados de un hijo suyo y paga por ellos.

Y aquí viene, hermanos, la gran opción: dedicarse a señalar con el dedo lo pecados de los hijos de la Iglesia y concluir que la Iglesia es un estercolero del que hay que apartarse y apartar a nuestros niños, o unirse a la Iglesia y empezar a llorar y hacer penitencia por los pecados de sus hijos que somos nosotros). La primera opción es la del mundo en cuanto enemigo de Dios y de su obra de salvación; es una opción típicamente satánica ya que Satán es “el acusador de nuestros hermanos” (Ap 12,10). La segunda es la del Papa y la de los santos, quienes, ante la vista de los pecados de los hijos de la Iglesia, se llaman a la conversión y a la penitencia. Y quien entra en la conversión y la penitencia está movido por el Espíritu Santo y se une a la Iglesia sin mancha ni arruga y participa de su santidad y de su pureza, y recibe, cada vez con más abundancia el Espíritu del Señor.

Que el Señor nos conceda hacer esta buena opción. Para que vivamos de ahora en adelante en el corazón de la Iglesia, que es la Esposa del Señor y participemos de su belleza. Pues como dice el Cantar de los cantares: “Sesenta son las reinas, ochenta las concubinas, (innumerables las doncellas), pero única es mi paloma, toda ella sin defecto” (Ct 6,8-9). Que así sea.