El quinto mandamiento


1. El carácter sagrado de la vida humana.

La vida humana no es una vida más, pues el hombre es el único ser de toda la creación que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. El carácter especial y único de la vida humana está subrayado por el relato del Génesis que diferencia la creación de cada uno de los componentes del universo (elementos, minerales, vegetales y animales), de la creación del hombre. Pues mientras que para los primeros basta una simple orden de Dios –“hágase”-, para la creación del hombre Dios adopta una fórmula de especial solemnidad: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra (Gn 1,26).

El carácter eminentemente valioso de la vida humana, es lo que hace que el mismo Dios se constituya en garante de ella: cuando Caín asesina a su hermano Abel, Dios en persona se siente interpelado por la sangre derramada de un hombre inocente: Yahveh dijo a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? (...) ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo (Gn 4,9-10). La sangre del inocente asesinado clama venganza a Dios y exige que la sangre del verdugo expíe la de la víctima: El homicida debe morir (Lv 24,17; Nm 35,16-18). Dios es sensible al clamor de la sangre derramada y recoge en sus odres toda la sangre inocente, al igual que todas las lágrimas que dicha sangre provoca en la historia humana (Sl 55,9): él venga la sangre, él recuerda y no olvida los gritos de los humildes (Sl 9,13). Con esa sangre y con esas lágrimas Dios va preparando la copa del vino del furor de su cólera (Ap 16,19), para el día de Su venganza, cuando Él hará justicia de la sangre de los santos y de los mártires de Jesús, con la que se embriagaba la Gran Babilonia (Ap 17,6): El Señor tiene en la mano una copa, un vaso lleno de vino drogado: la da a beber hasta las heces, a todos los malvados de la tierra (Sl 74,9).

El carácter sagrado de la vida humana radica en el hecho de que cada hombre es un ser único, creado personal y directamente por Dios. Es esta relación personal de Dios con cada hombre, lo que fundamenta el valor inviolable de la vida humana, de la que sólo Dios es Señor, desde su inicio hasta su término. Por eso el quinto mandamiento ordena: No matarás (Ex 20,13), precisando: No quites la vida del inocente y justo (Ex 23,7). El quinto mandamiento tiene como objeto, por lo tanto, inculcarnos el valor único e inestimable que la vida humana tiene a los ojos de Dios, ordenándonos el respeto y la salvaguarda de dicha vida, de la propia y de la ajena, de la que tan sólo Dios es el dueño y señor absoluto. Todos los preceptos que dimanan del quinto mandamiento, tanto los negativos como los positivos, provienen de este doble reconocimiento: el de Dios como fuente, origen y fin de esta vida y como único señor absoluto de ella, y el del valor inestimable de la misma.

2. La defensa de la vida.

La defensa y el respeto de la vida a la que el quinto mandamiento nos induce, se plasma, ante todo, en la prohibición del homicidio directo y voluntario y también en la de hacer cualquier cosa con la intención de provocar indirectamente la muerte de una persona. Así, por ejemplo, nos prohibe exponer a alguien sin razón a un riesgo mortal y nos ordena asistir con nuestra ayuda a cualquier persona que se encuentre en peligro. El homicidio involuntario no es moralmente imputable, pero no está libre de falta grave cuando, sin razones proporcionadas, se ha obrado de manera que se ha seguido la muerte de alguien, aunque fuera sin intención de causarla. Pues el hombre está moralmente obligado a actuar en la plena conciencia del valor de la vida humana, tanto de la propia como de la ajena. La conducción de vehículos y, en general, el manejo de cualquier instrumento técnico, tiene que ser vivida en esta perspectiva moral.

El valor y la dignidad de la persona humana debe ser reconocido desde el primer momento de su existencia, puesto que todo ser humano proviene directamente de un acto libre y creador de Dios. Por eso la Iglesia ha enseñado siempre que la vida humana tiene que ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción, que es el primer momento en el que tenemos noticia del acto creador de Dios. En consecuencia el embrión humano debe ser tratado como una persona, respetando siempre su vida e integridad y no exponiéndolo a riesgos desproporcionados. La Iglesia considera del todo inmoral el producir embriones humanos destinados a ser explotados como “material biológico” disponible. La Iglesia considera igualmente contraria a la dignidad de la persona humana cualquier intervención sobre el patrimonio cromosómico y genético que no tenga un objetivo terapéutico, sino que se ordene a la producción de seres humanos seleccionados en cuanto al sexo u otras cualidades prefijadas. Pues la dignidad del hombre no proviene de ninguna cualidad de su cuerpo sino de la relación personal y directa con Dios que le constituye.

La prohibición moral del aborto constituye una enseñanza ininterrumpida e invariable de la Iglesia, desde el siglo primero. Esta prohibición es tan importante que la Iglesia la sanciona con la pena canónica de excomunión latae sententiae, es decir, automática, siempre que el aborto se produzca (CIC 1398). Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia, sino tan sólo subrayar la gravedad del crimen cometido. La Iglesia entiende que el derecho de todo ser humano a la vida y a la integridad física, desde su concepción hasta su muerte, es un derecho inalienable, inherente a la persona humana en virtud del acto creador de Dios que la ha originado, y que, en consecuencia, este derecho no está subordinado ni a los individuos, ni a los padres, ni a la sociedad, ni al Estado, ni es de ningún modo negociable.

La Iglesia considera la vida humana como un don de Dios y ve en cada hombre un misterio que expresa y remite de algún modo, al misterio mismo de Dios: todo hombre es, en su propio ser, portador de un mensaje y de una bendición de Dios, que tanto él como los demás hombres deben acoger y hacer fructificar. Por ello la Iglesia entiende que ningún hombre está legitimado a concluir que su propia vida, o la de un semejante, está tan desprovista de valor y de sentido como para ser eliminada. Pues sólo Dios juzga con justicia y sólo Él es el dueño absoluto de la vida humana. Tanto más que la persona humana recibe su dignidad del Amor con el que el Padre del cielo la ha creado, con el que Jesucristo se ha entregado a la muerte por ella, y con el que el Espíritu Santo habita o desea habitar en su corazón.

En consecuencia la Iglesia considera moralmente inaceptable la eutanasia, es decir, el poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Pues en la existencia de los seres sufrientes o disminuidos, la Iglesia percibe un memorial viviente de la primacía de los valores del ser sobre los del hacer, que nos ayuda a recordar donde reside la fuente y el fundamento de la dignidad del hombre, así como también una llamada del Señor a un amor completamente gratuito hacia estos hermanos, en los que el misterio de Cristo sufriente se encarna de modo especial. Lo cual no significa que sea un deber moral el emplear todos los medios posibles para prolongar la vida humana: la interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Pues interrumpir estos tratamientos no significa provocar la muerte, sino aceptar el no poder impedirla y rechazar el “encarnizamiento terapéutico”.

Y puesto que el hombre es administrador y no propietario de la vida que Dios le ha confiado, ningún hombre puede disponer de su propia vida como dueño absoluto. El suicidio es gravemente contrario al amor a sí mismo al que estamos obligados, así como al amor al prójimo, con quien se cortan los lazos de la solidaridad, y al amor al Dios vivo que es fiel y no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas (1Co 10,13). La Iglesia no desespera de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte, pues Dios puede haberles facilitado, por caminos que sólo Él conoce, la ocasión de un arrepentimiento salvador; por eso la Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida.

El amor y el respeto a la vida humana lo es indisociablemente tanto de la vida ajena como de la propia. Por eso la Iglesia sostiene la legitimidad de la defensa de las personas y de las sociedades. Pues el amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad y, tal como enseña Sto. Tomás de Aquino, es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro. La legítima defensa es un derecho de toda persona y, cuando se es responsable de la vida de otro hombre, o del bien común de la familia o de la sociedad, no sólo es un derecho sino también un deber grave. La legítima defensa tiene que colocar al agresor en estado de no poder causar daño; si para ello bastan los medios incruentos no se deberá recurrir a otros, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes a la dignidad humana. Pero cuando estos medios no son suficientes resulta lícito el recurso a la violencia.

3. El respeto a la dignidad de la persona.

La defensa de la vida no se agota en los supuestos contemplados hasta ahora, sino que incluye también otros comportamientos que tienden no sólo a evitar la desaparición de una vida humana, sino a mejorar las condiciones y la calidad de la existencia terrena. Y en este sentido además de recordar la prohibición moral de la tortura, del terrorismo, y de cualquier amputación, mutilación o esterilización, fuera de los casos estrictamente terapéuticos, es necesario urgir también el deber moral de cuidar de la salud propia y ajena, con todo lo que ello comporta: alimento y vestido, vivienda, cuidados sanitarios y asistencia social. En este sentido el quinto mandamiento nos exige la práctica de la virtud de la templanza, por la que evitamos toda clase de excesos -comida, alcohol, tabaco, medicinas etc.- que pueden perjudicar a la salud y, en algunos casos, conducir indirectamente a la muerte. La Iglesia considera el consumo de droga, fuera de los casos estrictamente terapéuticos, como una falta moral grave. Con todo la Iglesia siente también el deber de recordar que la vida corporal no es un valor absoluto, oponiéndose a la concepción que ve en el culto al cuerpo el fin de la vida humana, y que valora a las personas en base a la perfección física o deportiva.

La vida del hombre no es sólo corporal sino también espiritual. Los secuestros y la toma de rehenes constituyen un atentado contra la vida humana al privar injustamente de la libertad, al imponer el terror como fuerza social y al ejercer intolerables presiones sobre los demás. Igualmente ocurre con el escándalo, que consiste en cualquier actitud o comportamiento que induce a otros a obrar el mal. El escándalo es tanto más grave cuanto quienes
lo provocan son aquellos cuya misión es enseñar y educar a otros (cfr. Mt 7,15), y cuanto más débiles son quienes lo padecen: Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar (Mt 18,6; cfr. 1Co 8,10-13). El escándalo puede ser provocado directamente por un comportamiento personal o indirectamente a través de las leyes, las instituciones, la moda o la opinión pública, pero siempre constituye una falta grave: Es imposible que no vengan escándalos, pero, ¡ay de aquel por quien vienen! (Lc 17,1).

El respeto debido a la dignidad del hombre impone límites morales a las investigaciones y experimentos en el ser humano, pues el avance del saber no legitima ningún acto que sea contrario a la ley moral. La experimentación en el ser humano no es moralmente legítima si hace correr riesgos desproporcionados o evitables a la vida o a la integridad física o psíquica del sujeto, ni siquiera si el interesado ha dado su consentimiento. La licitud moral del trasplante de órganos exige que el donante o sus representantes den su consentimiento consciente y que los peligros físicos o psíquicos sobrevenidos al donante sean proporcionados al bien que se busca en el destinatario, pues nadie, excepto Dios, está legitimado para valorar correctamente la vida de una persona.

4. El trabajo por la paz.

El respeto y la defensa de la vida, a los que se ordena el quinto mandamiento, exigen el trabajo por la paz, que es la condición de posibilidad del florecimiento y la expansión de la vida humana. La paz no es sólo la ausencia de guerra, sino que incluye una vida en la justicia y en la caridad, por la que los hombres y los pueblos aprenden a convivir como hermanos.

El trabajo por la paz posee una dimensión personal irrenunciable. Pues todas las leyes y las instituciones del mundo no pueden impedir el surgimiento del odio, de la cólera o del deseo de venganza en el corazón del hombre. El Señor nos enseñó que la responsabilidad por la vida del hombre debe ser llevada hasta el interior del corazón de cada uno, cuando afirmó que todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal (Mt 5,22); por ello el apóstol nos exhorta: que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo: no dejéis resquicio al diablo (Ef 4,26-27). El combate por la paz se inicia, pues, en el corazón del hombre, el lugar de donde salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez (Mc 7,21-22), y tiene que conducir, más allá de la justicia, al reino de la caridad: Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (Mt 5,44-45).