Domingo. Santísima Trinidad.

15 de agosto 

12 de junio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Antes de que la tierra existiera, la Sabiduría fue engendrada (Prov 8, 22-31)
  • ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (Sal 8)
  • A Dios, por medio de Cristo, en el amor derramado por el Espíritu (Rom 5, 1-5)
  • Lo que tiene el Padre es mío. El Espíritu recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará (Jn 16, 12-15)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El domingo siguiente a Pentecostés, la Iglesia nos invita a levantar nuestro corazón hacia lo más alto y contemplar el misterio de Dios en sí mismo, el misterio del propio ser de Dios, de su Nombre, como dice la Biblia, que es la fuente de todos los demás misterios que hemos contemplando a lo largo del año litúrgico. Y lo que, por medio de Jesucristo, hemos conocido del ser íntimo de Dios es, como dice el Catecismo, que “Dios es único pero no solitario (CEC 254), porque el Nombre del Dios único es “Padre, Hijo y Espíritu Santo”. De este inefable misterio, los textos de la liturgia de hoy subrayan tres aspectos.

En primer lugar que “cuando venga el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir”. El Padre y el Hijo existen desde siempre en una mutua y recíproca “conversación” -no en vano el Hijo es la Palabra, el Verbo del Padre-, en la unidad del Espíritu Santo. En esa eterna “conversación” es donde se toma la decisión de realizar la creación, la encarnación y la redención del género humano, la glorificación del Hijo hecho hombre y su segunda venida en la gloria. Esa conversación es, pues, la fuente de toda la realidad y de toda la historia: en esa conversación está todo y el sentido de todo, y es en esa conversación en la que el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones, nos introduce, para que nosotros vayamos conociendo la mente del Señor, vayamos teniendo “la mente de Cristo” (1Co 2,16) y, en consecuencia, vayamos viendo todas las cosas como las ve Dios, con la mirada de Dios.

En segundo lugar, se nos recuerda que toda la realidad, que ha salido de la libre voluntad divina, está construida con una profunda sabiduría, que las cosas no son un caos irracional, no son fruto de un azar, de una casualidad, sino que están hechas según la sabiduría divina, que las impregna y las penetra hasta lo más íntimo de su ser. Todo lo que existe son palabras, pensamientos, ideas de Dios que el Padre ha contemplado en el rostro bendito de su Hijo y que ha plasmado en el ser, por la fuerza y el poder del Espíritu Santo, el Espíritu Creador, que “se cernía sobre las aguas” al principio del mundo (Gn 1,2). Todas las maravillas que la ciencia descubre en el universo, no son sino aspectos de estas ideas divinas que Dios ha plasmado en su creación. Por eso es verdad que “el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 18,2), y que resulta sorprendente que toda esa obra de sabiduría y belleza haya sido regalada al hombre: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies” (Sal 8, 5-7).

En tercer lugar se nos recuerda también que el Espíritu Santo derrama el amor de Dios en nuestros corazones y que, por ese amor, somos capaces de vivir con belleza las tribulaciones, de afrontar el sufrimiento con esperanza, lo cual, ciertamente, no procede de nuestras fuerzas sino de ese amor de Dios derramado en nuestros corazones: “Hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia; la constancia, virtud probada; la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 3-5). El testimonio que necesita el mundo es éste: se puede sufrir con esperanza.
Que el Señor nos conceda, queridos hermanos, tener la mente de Cristo, juzgar las cosas con el criterio de Dios, gobernar la creación con la sabiduría que procede de Dios y vivir las tribulaciones y los sufrimientos con esperanza. Para que los hombres, viéndonos, descubran y alaben la gloria de Dios. Que así sea.