Domingo de Pentecostés

15 de agosto 

5 de junio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar (Hch 2, 1-11)
  • Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103)
  • Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo (1 Cor 12, 3b-7. 12-13)
  • Secuencia: Ven, Espíritu divino
  • Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 19-23)
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Los textos de la palabra de Dios que acabamos de escuchar nos hablan del misterio de la Iglesia que, en este día de Pentecostés, fue revelado de manera pública ante representantes de muchos pueblos de la tierra. En ellos se nos describe la Iglesia como un misterio de unidad y de perdón, como el lugar en el que Dios va construyendo la unidad del género humano, tal como Él la desea, y como el lugar en el cual el Señor derrama su misericordia sobre los hombres, perdonándoles los pecados.

El relato de los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura de hoy, nos enseña que Dios quiere hacer la unidad de todos los hombres asumiendo su diversidad, conservando sus diferencias: “cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”. La unidad reside en el hecho de que todos cantan las maravillas de Dios; la diversidad en el hecho de que cada uno lo hace en su propia lengua. La unidad que Dios quiere crear entre todos los hombres y entre los hombres y Él mismo, es una unidad que recoge y asume la diferencia en la que viven los hombres y los pueblos. Es una unidad enriquecida con las diferencias, unidad que el mundo no sabe realizar (pues la unidad que realiza el mundo es la de la uniformidad del pensamiento único) y que Dios va realizando en su Iglesia. Lo que en este día de Pentecostés se manifestó públicamente por primera vez fue el ser de la Iglesia como el lugar donde los hombres y los pueblos pueden unificarse entre sí y con Dios sin perder su propia identidad, sin tener que renunciar a su diferencia. Pues la unidad que se hace en la Iglesia es la unidad de la confesión de fe y de la caridad, tal como expresó magistralmente san Agustín al escribir: “En las cosas necesarias, unidad; en las cosas discutibles, libertad; y siempre y en todos, caridad”.

Por otro lado el evangelio de hoy nos ha recordado las sorprendentes palabras del Señor resucitado: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Estas palabras son, en efecto, sorprendentes porque sólo Dios puede perdonar los pecados (Mc 1,7). Y sin embargo, Cristo resucitado otorga a la Iglesia ese mismo poder que sólo compete a Dios, dándoselo a unos hombres -los apóstoles- que, ellos mismos, necesitan que Dios les perdone sus propios pecados. Este misterio sólo se puede entender si tomamos conciencia de que la Iglesia -que es un misterio de fe, y no una evidencia sociológica, y por eso la confesamos en el Credo- no es la simple suma de los cristianos: ella existe antes de que existan los cristianos, como la madre existe antes de que existan sus hijos. Y la Iglesia, que es distinta de cada uno de sus hijos y de la suma de todos ellos, es siempre inmaculada y santa, “sin mancha ni arruga” (Ef 5,27). Somos sus hijos quienes, a veces y por desgracia, pecamos y con nuestros pecados manchamos al rostro inmaculado de nuestra madre, que sigue siendo bello bajo la costra de nuestros pecados, como seguía siendo bello el rostro del Señor en la pasión bajo las manchas de la sangre, de los salivazos y de los hematomas de la flagelación. Y cuando esto ocurre, ella llora por nosotros y hace penitencia por nosotros. Ella, que no ha pecado, hace penitencia por nosotros, sus hijos, que hemos pecado, del mismo modo que una madre asume los desaguisados de un hijo suyo y paga por ellos.

Y aquí viene, hermanos, la gran opción: dedicarse a señalar con el dedo lo pecados de los hijos de la Iglesia y concluir que la Iglesia es un estercolero del que hay que apartarse y apartar a nuestros niños, o unirse a la Iglesia y empezar a llorar y hacer penitencia por los pecados de sus hijos que somos nosotros). La primera opción es la del mundo en cuanto enemigo de Dios y de su obra de salvación; es una opción típicamente satánica ya que Satán es “el acusador de nuestros hermanos” (Ap 12,10). La segunda es la del Papa y la de los santos, quienes, ante la vista de los pecados de los hijos de la Iglesia, se llaman a la conversión y a la penitencia. Y quien entra en la conversión y la penitencia está movido por el Espíritu Santo, se une a la Iglesia sin mancha ni arruga, participa de su santidad y de su pureza y recibe, cada vez con más abundancia, el Espíritu del Señor.

Que el Señor nos conceda hacer esta buena opción. Para que vivamos de ahora en adelante en el corazón de la Iglesia, que es la Esposa del Señor y participemos de su belleza. Pues como dice el Cantar de los cantares: “Sesenta son las reinas, ochenta las concubinas, (innumerables las doncellas), pero única es mi paloma, toda ella sin defecto” (Ct 6,8-9). Que así sea.