Corpus Christi

15 de agosto 

19 de junio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Ofreció pan y vino (Gén 14, 18-20)
  • Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec (Sal 109)
  • Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor (1 Cor 11, 23-26)
  • Comieron todos y se saciaron (Lc 9, 11b-17)
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Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec, hemos repetido en el salmo responsorial. Impresiona mucho contemplar el gesto de Melquisedec, realizado unos 1900 años antes de que Jesús, en la última cena, nos entregara la Eucaristía. Porque Melquisedec es un pagano, un hombre que pertenece a la religiosidad natural, a las religiones cósmicas que, a partir de la contemplación del mundo y de la historia humana, intentan elevarse hacia Dios. Abrahán, en cambio, es el hombre elegido por Dios para realizar, a través de su descendencia, el designio divino de salvación, para que por él, por su descendencia, sean bendecidas “todas las naciones”, tal como el Señor le había prometido: “Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gn 12,3). Al bendecir Melquisedec a Abraham, reconoce que la obra salvadora de Dios se realizará a través de Abraham. Esta humildad de Melquisedec ya es desconcertante. Pero impresiona todavía mucho más leer que Melquisedec, “sacerdote del Dios Altísimo, ofreció pan y vino”. No es una ofrenda muy habitual en las religiones naturales, que normalmente ofrecen animales o frutos de la tierra; es claramente una profecía de la Eucaristía. Con este gesto Melquisedec está profetizando que todos los esfuerzos del hombre por ir hacia Dios van a culminar, a resumirse, a simplificarse, en el pan y el vino de los que Jesús dirá “esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” y “ésta es mi sangre que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”, es decir, van a resumirse en Jesús, en su entrega sacrificial.

De Jesucristo dice la Carta a los Hebreos, con insistencia, que es sacerdote eterno según el rito de Melquisedec y no según el rito de Aarón. Porque en el rito de Aarón -el de los grandes sacrificios ofrecidos en el templo de Jerusalén- los sacerdotes ofrecen animales y productos de la tierra pero no se ofrecen ellos, mientras que, en la Eucaristía, es el propio Cristo quien se ofrece, porque el pan es su  cuerpo -es decir, él mismo- y el vino  es su sangre -es decir, de nuevo, él mismo, su propia vida, su propia persona. Jesucristo es sacerdote por naturaleza, porque es Dios y hombre al mismo tiempo. Y por eso es sumo y eterno sacerdote y el único sacerdote que puede mediar entre Dios y los hombres, que puede reconciliarlos: “Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1Tm 2, 5-6).

El gesto profético de Melquisedec nos anuncia que el sacrificio agradable a Dios es la entrega de su único Hijo, Jesucristo, quien, en vez de ofrecer “cosas” a Dios, se ofreció a sí mismo, entregó su propia persona, su propio ser, su propia vida. Pues, como recuerda la Carta a los Hebreos, “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has formado un cuerpo (…) Entonces yo dije: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Hb 9, 5-7). De modo que no es sólo el sacerdote, sino también la ofrenda, la víctima ofrecida.

También de cada uno de nosotros espera el Señor que le entreguemos nuestra propia vida. Pero como en ella hay cosas contrarias a la voluntad de Dios, necesitamos pasar antes por el arrepentimiento y la conversión: “Los sacrificios no te satisfacen, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 50, 18-19).

Que cada domingo, en la Eucaristía, nos ofrezcamos a Dios; que vayamos aprendiendo a entregar, como Cristo y unidos a Él, nuestro cuerpo y nuestra sangre, nuestra vida entera. Que, al recibir su cuerpo, le entreguemos también el nuestro, para alabanza de su gloria. Amén.