VI Domingo de Pascua

15 de agosto 

22 de mayo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables (Hch 15, 1-2. 22-29)
  • Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben (Sal 66)
  • Me mostró la ciudad santa que descendía del cielo (Ap 21, 10-14. 22-23)
  • El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho (Jn 14, 23-29)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Cuando dos personas se aman “entran” la una en la otra por su relación de amor: “se llevan dentro” recíprocamente, de modo que la identidad personal de cada una de ellas se configura a través del diálogo interior que mantiene constantemente con aquellos que ha acogido por el amor. El amor nos hace dar hospitalidad a aquellos que amamos, y ellos entran en nuestra casa, es decir, en nuestra alma, en nuestro corazón. Se convierten en nuestros huéspedes y compañeros de viaje: caminamos junto con ellos.

El Señor nos dice que la experiencia cristiana es así: una experiencia de amor por la que acogemos a Cristo en nuestro corazón, le damos hospitalidad, y entonces Él viene a nosotros, junto con el Padre y el Espíritu Santo, y habita en nuestro interior. Pero esto no es algo que ocurre a la fuerza, sino sólo cuando nosotros, libremente, decidimos amarle. La prueba de que le amamos es que “guardamos su palabra”.

Los hombres vivimos siempre “guardando” una palabra: la que hemos recibido de nuestros padres, o de un amigo (a veces, incluso, la que nos ha dicho un enemigo), o la que hemos elegido nosotros como palabra rectora y directriz para nuestra vida. Siempre vivimos “guardando una palabra” que para nosotros es sagrada porque vamos tejiendo nuestra existencia en torno a ella. “Guardar la palabra de Jesús” significa, pues, que para nosotros la palabra en torno a la cual vamos tejiendo nuestra vida es la palabra de Jesús.

Para poder vivir “guardando su palabra”, el Padre enviará desde el cielo al Espíritu Santo, que nos recordará las palabras de Jesús, que será para nosotros la memoria viviente de Cristo. Él nos revelará el sentido correcto de sus palabras, para que no desfiguremos en nosotros el rostro del Señor. Él imprimirá ese rostro en nuestro hombre interior, en “lo oculto del corazón” (1Pe 3,4), para que nosotros seamos iconos vivientes del Señor, “para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2Co 4,6). Así se hace presente, a través de nosotros, el misterio que salva al mundo: “Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria” (Col 1,27).

La vida cristiana es recepción y acogida del Espíritu Santo y docilidad absoluta a Él, que es un huésped delicado “que sólo come carne asada” (san Juan de Ávila), es decir, que exige de nosotros la mortificación de nuestras pasiones: “Os digo esto: proceded según el Espíritu, y no deis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne (…) Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias” (Ga 5,16-24).

Esta docilidad nos da la paz “no como la da el mundo”. Para el mundo la paz es ausencia -siempre relativa- de guerra y de violencia; para Jesús la paz es el sello de la presencia en nuestra alma de las tres divinas Personas, del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que habitan en nosotros y que son, como decía santa Catalina de Siena, un “océano de paz”, que está dentro de nosotros.

La paz nace también de nuestra aceptación incondicional del plan de Dios, de su designio salvífico, que exige a los apóstoles la renuncia a la presencia física del Señor, renuncia hecha con alegría: “Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo”. El Espíritu Santo nos enseña a no aferrarnos a la presencia física de nadie, pues todas las presencias personales vienen de Dios y han de volver a Dios y, como decía santa Teresa Benedicta de la Cruz, nuestra querida Edith Stein, “sólo poseemos de verdad lo que hemos entregado a Dios”. El Señor nos recuerda esto para que aprendamos a amar de verdad, es decir, a consentir en que nos dejen aquellos a los que amamos para ir a Dios. Pues sólo en Dios nos encontramos de verdad. Que así sea.