IV Domingo de Pascua

15 de agosto 

8 de mayo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Sabed que nos dedicamos a los gentiles (Hch 13, 14. 43-52)
  • Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño (Sal 99)
  • El Cordero los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas (Ap 7, 9. 14b-17)
  • Yo doy la vida eterna a mis ovejas ( Jn 10, 27-30)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

En el evangelio de hoy, queridos hermanos, el Señor nos describe su relación con nosotros mediante la imagen del pastor que cuida de sus ovejas. Y lo hace mediante cuatro afirmaciones fundamentales:

1) Mis ovejas escuchan mi voz. En nuestro mundo y en nuestra vida suenan muchas voces (radio, televisión, medios de comunicación social, redes sociales…): nosotros las oímos todas, pero escuchamos sólo aquellas que nuestro corazón elige. Se oye con los oídos; pero se escucha con el corazón, porque escuchar es abrir nuestra alma, en una actitud de atención, de acogida y receptividad, hacia aquel que habla y hacia lo que nos dice. El cristiano oye muchas voces pero escucha la  voz del Señor otorgándole a ella una primacía e importancia sobre todas las demás voces. Lo cual supone, por parte nuestra, una opción, un acto libre, un juicio de valor.

2) Y yo las conozco. “Conocer”, en la Biblia, no es “obtener una información”, sino vivir un encuentro personal con la totalidad de nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo. “Adán conoció a Eva, su mujer, y  quedó encinta” (Gn 4,1). “Yo las conozco” significa, pues, yo me entrego a ellas en la totalidad de mi ser: es lo que el Señor hace en la Eucaristía, en la que se nos a nosotros en la totalidad de su ser: cuerpo y alma, humanidad y divinidad.

3) Y ellas me siguen. “Seguirle” es también una decisión de nuestra libertad por la que, una vez escuchadas las palabras del Señor, las convertimos en el criterio de nuestra conducta, en la norma de nuestra libertad. Intentamos vivir como Él nos dice que hay que vivir, lo que nos hace vivir de otra manera a como el mundo (la sociedad, la cultura, la política) nos dice que hay que vivir. Entonces descubrimos, con sorpresa, que se puede vivir de otra manera y que esa manera de vivir es mucho más bella que la que propone/impone el mundo, porque corresponde mucho más a nuestro corazón y acrecienta nuestro ser, acercándolo a su plenitud. Y entonces, llenos de agradecimiento, decimos con el salmista: “la ley del Señor es perfecta y es descanso del alma (…) los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos” (Sal 18B).

4) Y yo les doy la vida eterna. “Vida eterna” no significa prolongación eterna de de esta vida en la que estamos. Eso sería una pesadilla insoportable: sería la prolongación eterna de la artrosis, del parkinson, del alzheimer, de la demencia senil. No. “Vida eterna” designa otra vida, exactamente la vida misma de Dios, la vida que viven el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, una vida que no tiene nada que ver con el desgaste, con la enfermedad, con la muerte. Una vida que es felicidad total. Ésta es la vida que el Señor nos da: sembrándola como una semilla en nuestro corazón el día de nuestro bautismo y alimentándola y acrecentándola con los demás sacramentos, sobre todo con la Eucaristía: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54).

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Estas son las cuatro afirmaciones con las que el Señor describe la relación que él mantiene con cada uno de nosotros, los bautizados, los cristianos, los miembros del cuerpo del cual él es la cabeza. Y añade una afirmación preciosa: “nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno”. Esto significa que somos de Dios y que Dios no está dispuesto a que le arrebaten lo que es suyo. Si nosotros no cambiamos de bando, es decir, si somos fieles a nuestras promesas bautismales, Él nos defenderá y nos llevará a la plenitud de vida que llamamos “el cielo”. Que así sea.