El cuarto mandamiento



1. El cuarto mandamiento.

Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar (Éxodo 20,12). El evangelio se preocupa de subrayar que el Señor Jesús cumplió perfectamente este mandamiento, cuando afirma que vivía sujeto a ellos (Lucas 2,51), refiriéndose a san José y la Virgen, y que en su predicación subrayó la importancia de este mandamiento, como se ve en su polémica con los fariseos, donde les reprocha el escudarse en motivos religiosos para dejar de atender a los padres (Marcos 7,8-13). También el apóstol san Pablo subraya la importancia de este mandamiento (Efesios 6,1-3).

Aunque su formulación se refiere expresamente a la relación de los hijos para con sus padres, el cuarto mandamiento concierne, en realidad, a todas las relaciones “verticales” que existen en nuestra vida, y nos invita a verlas y vivirlas como signos de la relación “vertical” por excelencia, es decir, de la relación con Dios. La relación filial es, en este sentido, paradigmática, y por ello es ella la que está directamente mencionada. Pero la Iglesia ha entendido siempre este mandamiento como regulador también de las relaciones con los abuelos y con los antepasados en general, así como de las relaciones de los alumnos respecto a los maestros, de los empleados respecto a los patronos, de los subordinados respecto a sus jefes, de los ciudadanos respecto a su patria y a los que la administran y gobiernan (Catecismo 2199).

Regulando todas nuestras relaciones “verticales”, el cuarto mandamiento ilumina también nuestras relaciones “horizontales”. Así, “en nuestros hermanos y hermanas vemos a los hijos de nuestros padres; en nuestros primos, los descendientes de nuestros abuelos; en nuestros conciudadanos, los hijos de nuestra patria; en los bautizados los hijos de nuestra madre la Iglesia; en toda persona humana, un hijo o una hija del que quiere ser llamado «Padre nuestro». Así, nuestras relaciones con el prójimo se deben reconocer como pertenecientes al orden personal. El prójimo no es un “individuo” de la colectividad humana; es «alguien» que por sus orígenes, siempre «próximos» por uno y otra razón, merece una atención y un respeto singulares” (Catecismo 2212).

El cuarto mandamiento no obliga tan sólo a los inferiores con respecto a los superiores, sino también a todos los que detentan alguna autoridad con respecto a sus subordinados. Pues del mismo modo que insta a los hijos a ver a los padres en la perspectiva de la paternidad divina, obliga también a los padres y a todos los que ejercen algún tipo de autoridad, a ejercerla también en la luz de esa misma paternidad. De este modo el cuarto mandamiento no hace de ninguna autoridad humana un absoluto, porque la somete a la superior autoridad de Dios, a quien hay que obedecer antes que a los hombres (Hechos 5,29).

2. Las relaciones familiares.

a) Deberes de los hijos.

Mientras los hijos viven en el domicilio de sus padres, deben obedecerles en todo lo que ellos dispongan para su bien o el de la familia: Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor (Colosenses 3,20). Los niños deben obedecer también a las prescripciones razonables de sus educadores y de todos aquellos a quienes sus padres los han confiado. Pero si el niño está persuadido en conciencia de que es moralmente malo obedecer esa orden, no debe seguirla (Catecismo 2217).

Cuando los hijos se hacen mayores, ya no están obligados a obedecer a sus padres, pero sí deben respetarles y ayudarles. El deber de respeto permanece para siempre y tiene su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo. Este respeto se manifiesta en la actitud que deben tener los hijos hacia ellos considerándolos siempre como los sujetos personales a través de los cuales han recibido el primer don de Dios, que es el ser. Nunca deben ser tratados como meros estorbos o seres absolutamente obsoletos y decrépitos. Esta actitud de respeto y consideración se debe manifestar en el hecho de solicitar dócilmente sus consejos y aceptar sus amonestaciones justificadas, reconociendo de este modo la sabiduría que los padres han adquirido en el transcurso de su vida (Catecismo 2230).

El deber de ayuda obliga a los hijos a ser para sus padres un signo de la misma bondad de Dios, previniendo sus deseos, prestándoles ayuda material y moral en los años de la vejez y durante sus enfermedades y en momentos de soledad o de abatimiento. El propio Señor urgió el cumplimiento de este deber, cuando reprochó a los fariseos el que, con el pretexto de ofrecer sus bienes al Templo, dejaran de ayudar a sus padres: Porque Moisés dijo: honra a tu padre y a tu madre y el que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte. Pero vosotros decís: Si uno dice a su padre o a su madre: Lo que de mí podrías recibir como ayuda lo declaro Korbán –es decir, ofrenda–, ya no le dejáis hacer nada por su padre y por su madre, anulando así la Palabra de Dios por vuestra tradición que os habéis transmitido (Marcos 7,10-13).

b) Deberes de los padres.

El primer deber de los padres para con los hijos consiste en la creación de un hogar, es decir, de un ámbito rebosante de humanidad, en el que la ternura, el perdón de las ofensas recibidas, la fidelidad en el amor, la generosidad en el servicio desinteresado a los demás, sean la norma habitual de las relaciones humanas. Pues sólo así la familia llega a ser lo que debe ser, una escuela de humanidad, donde los hijos aprenden el cuidado y la responsabilidad de los pequeños y de los mayores, de los enfermos o disminuidos, y de los pobres, iniciándose así en esa solidaridad fundamental, que es la base de la vida en sociedad.

Los padres tienen el deber de enseñar a sus hijos las virtudes fundamentales sin las cuales la vida verdaderamente humana es imposible: el “sano juicio” o criterio recto para discernir los asuntos humanos, y el dominio de sí por el que se subordinan las dimensiones materiales e instintivas a las interiores y espirituales. Por ello mismo tienen el deber de darles buenos ejemplos, de guiarlos y corregirlos y de guardarlos de los riesgos y degradaciones que amenazan a las sociedades humanas. En el cumplimiento de esta misión los padres no deben ejercer su autoridad con violencia o despotismo, según la recomendación del apóstol: Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor (Efesios 6,4).

Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido el privilegio y la responsabilidad de evangelizar a sus hijos. Desde la más tierna infancia deben iniciarlos en los misterios de la fe y asociarlos a la vida de la Iglesia, ante todo con el ejemplo, pero también con la enseñanza. Son ellos quienes, en primer lugar, deben enseñar a orar a sus hijos y transmitirles la conciencia de su dignidad de hijos de Dios, llevándolos a la parroquia, que es el lugar privilegiado para la celebración eucarística y para la catequesis de los niños y de los padres (Catecismo 2226).

3. Las autoridades en la sociedad civil.

a) Deberes de las autoridades.

El ejercicio de la autoridad está moralmente regulado por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico. Por todo ello ningún gobernante puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y la ley natural. El poder político está, pues, obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana, y a administrar justicia respetando el derecho de cada uno y, de manera especial, el de las familias y de los desheredados.

Los que ejercen cualquier autoridad deben ejercerla como un servicio, según la enseñanza del propio Señor: El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro esclavo (Mateo 20,26). Deben además ejercerla mirando al bien común de la sociedad que gobiernan y de toda la comunidad humana.

b) Deberes de los ciudadanos.

El cristianismo sitúa el ejercicio de la autoridad y del poder en la perspectiva del Dios de que dimanan toda autoridad y todo poder. De este modo el ejercicio de la autoridad queda legitimado, pero referido a Dios y a su voluntad siempre santa. Por eso dice el apóstol: Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas (Romanos 13,1). En su encuentro con Pilato Jesucristo reconoció la legitimidad de la autoridad, pero refiriéndola a Dios y denunciando, por ello mismo, un uso contrario a la voluntad divina: No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado (Juan 19,11). Los cristianos deben, por lo tanto, considerar a todas las autoridades como representantes de Dios; lo cual comporta dos consecuencias: el deber de someterse a ellas y el deber de exigirles que ejerzan su autoridad según Dios.

El deber de sometimiento tiene que ser siempre en el Señor, o a causa del Señor, lo que implica la obligación no sólo de obedecer, sino también de ejercer una justa crítica de lo que hay de malo en la manera concreta de ejercer la autoridad, e incluso el deber de la clara desobediencia cuando los preceptos que emanan de la autoridad sean contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las exigencias del Evangelio, pues hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 5,29).

Pero mientras el ejercicio de la autoridad no sea contrario a la voluntad de Dios, los cristianos tienen el deber de ser leales con sus gobernantes, cooperando con ellos en la búsqueda del bien de la sociedad, cumpliendo adecuadamente con sus responsabilidades en la vida social y política: Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea al rey, como soberano, sea a los gobernantes, como enviados por él para castigo de los que obran el mal y alabanza de los que obran el bien (1ª Pedro 2,13-14). Esta cooperación leal comporta el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto y la colaboración en la defensa del país: Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor (Romanos 13,7).

Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no encuentra en su país de origen. El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y a contribuir a sus cargas.

4. La familia y la sociedad ante el Reino de Dios.

Las relaciones del Señor con su familia humana fueron problemáticas. Pues el entorno familiar intentó impedirle recorrer su camino hasta el final: Sus parientes fueron a hacerse cargo de él, pues decían: “Está fuera de sí” (Marcos 3,21). Y es que la identidad última de Jesús, su ser más propio y personal, no le viene de su familia ni a través de ella, sino directamente de Aquel a quien Él llama “Abba” y con quien pasa largos tiempos de silencioso coloquio en la oración. Y la obediencia de Jesús a sus padres terrenos tiene como origen y fundamento la obediencia más radical que Él entrega a su Padre del cielo.

La palabra de Jesús sitúa la familia en el contexto más amplio del Reino de Dios: Le anunciaron: “Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte”. Pero él les respondió: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lucas 8,20-21). Pues de cara al Reino de Dios no se define nada a partir únicamente del dato que nos constituye en miembros de tal familia, de tal país o de tal medio social o cultural. Todo se juega, en cambio, a partir de la llamada de Dios y de la respuesta que da cada uno de nosotros. De este modo la familia está invitada a transcenderse en esa otra familia espiritual que es la Iglesia, la familia de los hijos de Dios, nacidos del agua y del Espíritu (Juan 3,5).