15 de mayo de 2022
(Ciclo C - Año par)
- Contaron a la Iglesia lo que Dios había hecho por medio de ellos (Hch 14, 21b-27)
- Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey (Sal 144)
- Dios enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap 21, 1-5a)
- Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros (Jn 13, 31-33a. 34-35)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
En el evangelio de hoy el Señor nos
habla de la belleza. “Glorificar”, en efecto, significa, en la Biblia, “mostrar
la belleza” de alguien. “Ahora es glorificado el Hijo del hombre y Dios es
glorificado en él” significa, pues, “ahora se va a percibir la belleza del Hijo
del hombre y la belleza de Dios en él”.
Para los hombres la belleza significa,
a menudo, un atractivo, una fascinación, una seducción que después se revelan
engañosas: una hermosa apariencia, pero a la que no corresponde una realidad
igualmente hermosa. En cambio en la Biblia la belleza significa el esplendor de la verdad y “glorificar”
significa, por lo tanto, “mostrar la verdad profunda de un ser”, mostrar esa
verdad en todo su esplendor.
Jesucristo es “el más bello de los
hombres” (Sal 44) porque su verdad profunda es la más bella. Esa verdad
profunda es que Él es solo amor y misericordia, y que su destino es dar su vida
por nosotros para que nosotros podamos participar de su vida divina, de la vida
eterna que Él comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Dostoievski
escribió: “La belleza salvará al mundo”; y añadió a continuación: “Pero, ¿de
qué belleza se trata?”. Hay una belleza que es apariencia vacía de contenido,
que es cosmética que disfraza la vacuidad de un ser; y hay una belleza que es
Verdad y Amor: esa es la belleza de
Jesucristo y esa es la belleza que salvará al mundo.
Para que esa belleza se manifieste es imprescindible el sufrimiento de la pasión del Señor. Lo que hay dentro de un ser sólo se manifiesta cuando se rompe el envoltorio de ese ser: entonces se pone de relieve lo que hay dentro. Y lo que rompe el “envoltorio” de un ser es el sufrimiento: cuando sufrimos se pone de manifiesto quiénes somos de verdad, qué es lo que llevamos dentro. Por eso afirma el Eclesiastés que “el sabio piensa en la casa en duelo mientras el necio piensa en la casa en fiesta” (Qo 7,4). Dentro del Señor sólo hay amor y misericordia y para que eso se perciba y se ponga de relieve es necesario el sufrimiento de la pasión que destruye el envoltorio corporal del Señor y permite que se derrame sobre el mundo lo que hay dentro de él: el amor y la misericordia de Dios que perdona los pecados y salva al mundo. “Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua” (Jn 19,34), es decir, el bautismo y la Eucaristía, el perdón de los pecados y la vida eterna. San Bernardo compara al Señor con un saco lleno de miel y dice que en la pasión ese saco se rompió para que esa miel se derramara sobre el mundo.
También cada uno de nosotros tiene que sufrir y el Señor quiere que cuando el sufrimiento rompa nuestro “envoltorio” de nosotros salga el “buen olor de Cristo” (2Co 2,15), es decir, el mismo aroma de perdón, amor y misericordia que salió del cuerpo destrozado del Señor. Y para eso nos da Jesús un mandamiento nuevo: que nos amemos como Él nos ha amado. La novedad no reside en amar, sino en hacerlo como Él lo ha hecho. ¿Y cómo lo ha hecho Él? ¿Cómo ha amado Jesús? Si nos fijamos en los santos evangelios vemos que hay como tres rasgos impactantes de la manera de amar de Jesús:
a)
nunca ha seducido ni ‘arrastrado’ con su encanto a nadie, sino que Él ha
llamado y ha dejado libre a todo el mundo de responder o no a su llamada, de
seguirle o de no seguirle: su respeto de la libertad ha sido total;
b) siendo inocente y libre de cualquier pecado, ha cargado, sin embargo, con los pecados de todos y los ha expiado con la entrega de su propia vida: “En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,7-8).
c) habiendo experimentado la traición
de Pedro y la debilidad de los otros apóstoles que le abandonaron en su pasión
(excepto Juan), cuando resucitó volvió a ellos, no les hizo ningún reproche y
les reiteró la elección que había hecho de ellos y la misión que les había
encomendado.
¿Es posible amar así, sin intentar seducir, cargando con los fallos de otros y pagando por ellos y sin hacer nunca ningún reproche? Si lo tuviéramos que hacer desde nosotros mismos, desde nuestras fuerzas, habría que decir que no es posible. Pero nosotros no arrancamos desde nosotros mismos sino desde la experiencia que tenemos del amor de Jesús: sólo profundizando en esa experiencia (“me amó y se entregó a la muerte por mí”) y recibiendo el aliento del Espíritu Santo es como nosotros podemos amar como Él nos ha amado, podemos hacer presente en medio del mundo Su amor, no el nuestro, que es el amor que salva al mundo. Ese amor que recibimos cada domingo en la Eucaristía donde, al recibirle a Él, recibimos también al Espíritu Santo. Que el Señor nos lo conceda.