VII Domingo de Pascua. Ascensión del Señor.

15 de agosto 

29 de mayo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • A la vista de ellos, fue elevado al cielo (Hch 1, 1-11)
  • Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas (Sal 46)
  • Lo sentó a su derecha en el cielo (Ef 1, 17-23)
  • Mientras los bendecía, fue llevado hacia el cielo (Lc 24, 46-53)
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Normalmente cuando nos despedimos de un ser que amamos nos sentimos tristes por la privación de la presencia de nuestro amigo. Sin embargo san Lucas nos dice que, después de la ascensión del Señor, los discípulos “se volvieron a Jerusalén con gran alegría”. La razón de esta “gran alegría” hay que buscarla en lo que ocurrió durante los cuarenta días posteriores a la resurrección. En ellos Jesús se mostró a sus discípulos dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, les habló del reino de Dios y “comió con ellos” (1ª lectura). “Comer con ellos” significa vivir la hospitalidad, entrar él en ellos y ellos en él y crear un ámbito común de comunión, de encuentro, ámbito que no está hecho sólo de palabras sino de gestos, de sentimientos, de recuerdos, de intimidad recíproca. Durante estos cuarenta días él les explicó las Escrituras para que comprendieran que todo lo que había ocurrido formaba parte del plan de salvación de Dios. Así adquirieron una correcta comprensión del designio salvífico divino, adquiriendo “la mente de Cristo” (1Co 2,16), pero también recibiendo “los sentimientos de Cristo” (Flp 2,5). El resultado de todo ello es que Cristo se entrañó en ellos y, de este modo, inició un nuevo modo de presencia, la que garantizará y producirá el Espíritu Santo que él les entregó en la mañana de la resurrección, soplando sobre ellos y que recibirán de manera más pública el día de Pentecostés. Se inicia, por lo tanto, un nuevo modo de presencia de Cristo: no ya la presencia exterior del maestro que enseña, sino su presencia como “maestro interior”. Por eso ellos están contentos: no tienen la sensación de haber perdido la presencia del Señor, sino más bien de haber recibido un modo más profundo y bello de presencia: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Por otro lado el Señor desaparece de su vista bendiciéndoles. La última imagen de Jesús que ven los discípulos es la de sus manos levantadas y extendidas, el gesto de bendecir. Las manos de Cristo se han convertido en el techo que nos cobija y, a la vez, en la fuerza de apertura que abre hacia arriba la puerta del mundo, conectando la tierra con el cielo. “Hasta este momento el cielo estaba absolutamente cerrado para los hombres y jamás ningún ser de carne había penetrado en el muy santo y muy puro dominio de los ángeles. Cristo inaugura para nosotros el camino hacia las alturas”, escribe san Cirilo de Alejandría (+ 444). Al marcharse Jesús nos deja, pues, bendecidos, y esa bendición es promesa y anticipo de que también nosotros, en nuestra condición corporal, llegaremos un día, por Cristo, con Él y en Él, a la gloria del cielo.

Y esto finalmente nos obliga a hablar de la esperanza, del destino eterno que nos aguarda. Porque Cristo sube al cielo “como primicia” de los hombres resucitados (1Co 15,23), para ser “el primogénito de muchos hermanos” (Rm 8,29). Explica san León Magno (+ 461): “Se llenaron de una gran alegría. Y ciertamente había motivo de extraordinaria e inefable exultación al ver cómo (…) una naturaleza humana subía sobre la dignidad de todas las criaturas celestiales, elevándose sobre los órdenes de los ángeles y a más altura que los arcángeles (y) (…) recibida por su eterno Padre, era asociada en el trono a la gloria de aquel cuya naturaleza estaba unidad con el Hijo. La ascensión de Cristo constituye nuestra elevación, y el cuerpo tiene la esperanza de estar algún día en donde le ha precedido su gloriosa cabeza”.

Esto significa que, si queremos entender qué es el hombre, no basta con que miremos hacia atrás, hacia el origen del hombre; no basta que recordemos que el hombre fue hecho “del polvo de la tierra” (Gn 2,7) y que “es polvo y al polvo volverá” (Gn 3,19), sino que tenemos que mirar también, y sobre todo, al destino para el que ha sido creado el hombre que es un destino de gloria. Pues la causa final de un ser es la que mejor revela la intención profunda de quien lo ha creado. Y el hombre no ha sido creado para la muerte sino para la gloria, para sentarse con Cristo a la derecha del Padre (Col 3,1).

Cada domingo la Iglesia nos recuerda nuestra verdadera vocación, nuestro destino de gloria, cuando el sacerdote, en la Eucaristía, nos dice: “Levantemos el corazón”. En medio de una sociedad materializada que no tiene ningún horizonte más allá de la muerte y que pretende distraernos de ella mediante el bienestar y la multiplicación de experiencias, los cristianos hemos de recordar a todos la grandeza del destino para el que hemos sido creados. Hemos de vivir con los pies en la tierra pero con el corazón mirando al cielo, tal como escribe san Pablo: “Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col 3,1-3).

“Ya que nuestro Señor apareció en carne para dar a los creyentes la herencia de la bendición eterna, con razón concluyó todo lo que había hecho en el mundo con palabras de bendición” (San Beda +735).

“También con razón llevó a Betania, que se interpreta como “casa de obediencia”, a aquellos a quienes iba a bendecir (…) pues sólo se les concede la mención de la vida celestial a aquellos que en la santa Iglesia se esfuerzan por obedecer pospreceptos divinos” (San Beda +735).

“Se llenaron de una gran alegría. Y ciertamente había motivo de extraordinaria e inefable exultación al ver cómo (…) una naturaleza humana subía sobre la dignidad de todas las criaturas celestiales, elevándose sobre los órdenes de los ángeles y a más altura que los arcángeles (y) (…) recibida por su eterno Padre, era asociada en el trono a la gloria de aquel cuya naturaleza estaba unidad con el Hijo. La ascensión de Cristo constituye nuestra elevación, y el cuerpo tiene la esperanza de estar algún día en donde le ha precedido su gloriosa cabeza. Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del paraíso, sino que con Cristo hemos ascendido a lo más elevado de los cielos, consiguiendo una gracia más inefable por Cristo que la que habíamos perdido por la envidia del diablo” (San León Magno +461).

“Cristo sube a los cielos para preparar el camino a nuestra ascensión hacia las moradas celestiales de las que había dicho el Señor que ‘en la casa de mi Padre hay muchas estancias’ (Jn 14,2). Hasta este momento el cielo estaba absolutamente cerrado para los hombres y jamás ningún ser de carne había penetrado en el muy santo y muy puro dominio de los ángeles. Cristo inaugura para nosotros el camino hacia las alturas. Los ángeles, que no conocían el misterio augusto y grandioso de la entronización celeste de la carne, contemplan con admiración ya sombro la ascensión de Cristo. Y casi turbados por este espectáculo desconocido exclaman: ‘¿Quién es éste que viene de Edom?’ (Is 63,1), es decir, de la tierra? (…) Pues Cristo no sube para hacerse ver de Dios, su Padre, pues él estaba, está y estará siempre en el Padre, bajo la mirada del que lo engendra y en él se alegra eternamente (…), sino que sube como uno de nosotros y es como uno de nosotros como se sienta a la derecha del Padre, aunque él sea consubstancial al Padre y superior a toda la creación” (San Cirilo de Alejandría +444).

“Pero la Palabra no se alejó del Padre; aunque vino a nosotros no abandonó al Padre; al mismo tiempo que tomó carne en el seno materno, regía el mundo” (San Agustín +430).

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(Joseph RATZINGER, Imágenes de la esperanza. Itinerarios por el año litúrgico, Encuentro, Madrid, 1998, pp. 53-61)