“Nos acordamos de lo que vendrá” es una expresión de los Padres de la Iglesia para recordarnos que es imposible vivir el cristianismo si no tenemos muy presente la segunda venida de Cristo, la parusía, su venida gloriosa al final de los tiempos. San Pablo enseña a los Tesalonicenses a “esperar del cielo a su Hijo Jesús, a quien resucitó de entre los muertos y el cual nos liberó de la ira venidera” (1Ts 1, 9ss). La fórmula primitiva “el Señor viene”, afirma la parusía como objeto de fe, tanto como de esperanza: creemos que eso ocurrirá y esperamos, deseamos, que ocurra.
Esta
fe y esta esperanza se reflejan en una expresión, en lengua aramea, que los
primeros cristianos introdujeron en la liturgia. “Maranatha”: “El Señor viene” o también, como súplica, “¡Señor
ven!”. La encontramos al final del Apocalipsis: “Sí, vengo pronto. ¡Amén! ¡Ven,
Señor Jesús!” (Ap 22, 20). Nosotros la recordamos y la hacemos nuestra en cada
eucaristía cuando, después de la consagración, decimos: “¡Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.
“Y entonces verán venir al Hijo del
hombre que viene entre las nubes con gran poder y gloria” (Mc 13, 26) (Mt 24,
30) (Lc 21, 27). Lo que esperamos es, pues, la segunda venida de Cristo, que no
será como la primera acontecida en el silencio y la humildad, sino con la
revelación patente de todo su poder y
de toda su gloria.
Ese día será el día de la resurrección de los muertos, tal como
anunció Jesús: “Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán
su (la del Hijo del hombre) voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una
resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de
juicio” (Jn 5, 28-29).
Esta segunda venida comportará el juicio universal: “Cuando el Hijo
del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se
sentará en su trono de gloria. Serán congregadas ante él todas las naciones, y
él separará los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos”
(Mt 25, 31-32).
San Pablo precisa que este juicio se
hará “por medio del fuego”, que es,
obviamente, un símbolo del Espíritu Santo: “La obra de cada cual quedará al
descubierto; la manifestará el Día que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad
de la obra de cada cual, la probará el fuego. Aquel, cuya obra, construida
sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa” (1Co 3, 13-a4). La “obra de
cada cual” es su propia vida terrena, y el “cimiento” es Cristo: quien haya
construido su vida terrena sobre el cimiento que es Cristo, resistirá la prueba
del fuego y recibirá la recompensa del Señor.
“El Día del Señor llegará como un
ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los
elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se
consumirá (…) Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los
que habite la justicia” (2P 3, 10. 13). Y en esos cielos nuevos y tierra nueva,
“Dios será todo en todo” (1Co 15, 28).
II.- Lo que ocurrirá antes de ese día
San
Pablo lo describe con claridad: “Primero tiene que venir la apostasía y
manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva
sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el
extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo
es Dios (…) La venida del Impío estará
señalada por el influjo de Satanás, con toda clase de milagros, señales,
prodigios engañosos, y todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de
condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado”
(2Ts 2, 4. 9-10).
El Catecismo de la Iglesia Católica
afirma: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una
prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24,
12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21,
12; Jn 15, 19-20) desvelará el ‘Misterio de iniquidad’ bajo la forma de una
impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus
problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad” (675).
Como se ve, la clave de esta situación
de iniquidad es el abandono y la traición a la verdad. Este abandono y esta
traición se está produciendo en nuestro tiempo bajo la forma de “un interés
exclusivo del hombre por las realidades temporales, que ya no es una elección
legítima, sino apostasía y caída total de la fe” (Karl Rahner). Porque la
verdad más profunda de este mundo es su provisionalidad, el hecho de que “la
figura de este mundo pasa”, como afirma san Pablo (1Co 7, 31). Y lo que está
ocurriendo es una concentración de todos los anhelos del corazón del hombre en
la resolución e los problemas de este mundo, como si con ello pudiéramos
alcanzar la felicidad que, en realidad, sólo la contemplación del rostro de
Dios puede darnos: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará
inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín).
Las
exigencias de la vida cristiana se fundamentan en la fe en la parusía, es
decir, en la segunda venida de Cristo, en el hecho de que “el Señor volverá”. Y
la fe en la parusía significa fundamentalmente dos cosas:
-que
este mundo y la historia humana que se desarrolla en él tiene un carácter
provisional y
-que
este tiempo de la historia humana es un tiempo de lucha contra las fuerzas del
mal.
De
ahí provienen las dos exigencias fundamentales para el cristiano: no idolatrar
al mundo ni a nada de lo que hay en él y luchar el combate espiritual contra
las fuerzas del mal.
El ídolo es cualquier realidad a la
que el hombre le otorga el valor de realidad última, capaz de satisfacer los
anhelos del corazón del hombre. Ídolo puede ser una persona, una idea, un
proyecto, una propiedad, un objeto, si creo que puede saciar lo que mi corazón
anhela, si creo que puede darme la felicidad. Pablo enumera distintas
realidades de este mundo –el matrimonio, la propiedad- y distintas vivencias de
esta vida –el llanto, la alegría, el disfrute- y proclama que creer que su
presencia o su ausencia son determinantes para nuestra felicidad es un error,
“porque la apariencia (la figura, la forma) de este mundo pasa” (1Co 7, 29-31),
y lo que nosotros anhelamos de verdad es algo que tiene que vencer la
temporalidad, que tiene que ser eterno: ninguna felicidad es tal si no es para
siempre, si no es eterna.
Quienes no son cristianos suelen tener
como ídolos a las realidades que facilitan el triunfo en el mundo: el dinero,
el poder, la atracción sexual, las redes sociales, las relaciones humanas, la
fuerza militar etc. etc. Los cristianos podemos caer por supuesto en las mismas
idolatrías que los demás, pero podemos caer también en la tentación de
idolatrar cosas buenas, realidades temporales bendecidas por Dios, pero que no
son Dios, como por ejemplo, la familia o el trabajo o la propiedad privada o
una determinada imagen de nosotros mismos etc. etc.
El combate contra los ídolos comporta
una llamada a desconfiar de toda fascinación, de toda admiración excesiva,
porque puede ser el inicio de una idolatría. De ahí la necesidad de evitar las
“beaterías”. ¿Qué son las beaterías? Las beaterías se dan cuando algo que no es
esencial ni fundamental se toma y se vive como si lo fuera. Las beaterías son
el inicio de una idolatría, porque son la absolutización de algo que no es
absoluto, porque consideran imprescindible para la vida cristiana algo que no
lo es.
Es perfectamente legítimo y lícito que
un cristiano tenga sus preferencias
dentro de las múltiples posibilidades que ofrece la Iglesia para muchos temas;
pero lo que nunca es lícito es considerar que quien no tenga esa misma
preferencia es un cristiano de segunda categoría o no es un buen cristiano. San
Agustín acuñó una frase que no debemos nunca olvidar: “En las cosas necesarias,
unidad; en las cosas discutibles, libertad; y siempre y en todo, caridad”. Las
idolatrías nacen cuando se considera necesario e imprescindible lo que no lo
es.
El combate espiritual es
fundamentalmente un combate por la Verdad y por ello hay que combatirlo “ceñida
vuestra cintura con la verdad” (Ef 6,14), es un combate en el que “deshacemos
sofismas y toda altanería que se subleva contra el conocimiento de Dios y
reducimos a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo” (2Co
10,4-5). Cristo es la Verdad y por ello, para someter a la obediencia de Cristo
“todo entendimiento”, hay que “deshacer sofismas”, es decir, falsos
razonamientos que nos pretenden convencer de que la verdad está en cualquier
otro lugar que no sea Cristo. De aquí deriva la importancia del estudio para los cristianos. “Lo
primero que ocurre cuando uno empieza a alejarse de Dios, es el fastidio por el
estudio”, afirmaba Abelardo. San
Francisco de Sales inculcaba siempre a sus sacerdotes la necesidad del estudio,
al que llamaba “el octavo sacramento”.
El estudio debe ser una dimensión constante de nuestra vida. No debe tener como finalidad el hacer de nosotros unos “intelectuales” que “están al día” de todas las corrientes teológicas, filosóficas, sociales, políticas etc. que surgen. Eso tal vez deba ser tarea de quienes son profesores en un determinado nivel de enseñanza. Nosotros no estudiamos para poder debatir en cualquier tertulia y hacer ver que “estamos al día”, sino para saber discernir los “Espíritus del mal que están en el aire” (Ef 6,12), es decir, los elementos de nuestra cultura -pues el “aire” del hombre es la cultura- y ver cuáles son favorables y cuáles son contrarios a Cristo.
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Oremos con palabras de los cristianos del siglo II:
creaste todas las cosas por causa de tu Nombre
y diste a los hombres
comida y bebida para su disfrute.
Pero a nosotros nos has dado
una comida y bebida espiritual
para la vida eterna.
Ante todo te damos gracias
porque eres poderoso.
A Ti sea la gloria por los siglos.
Acuérdate, Señor, de tu Iglesia,
líbrala de todo mal,
hazla perfecta en tu amor,
y reúnela de los cuatro vientos,
santificada en el reino que Tú has preparado.
Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.
¡Maranatha!
¡Que venga le Señor!
¡Que pase este mundo!
¡Hosanna al Dios de David!
¡Ven Señor Jesús!