III Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

20 de marzo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • “Yo soy” me envía a vosotros (Éx 3, 1-8a. 13-15)
  • El Señor es compasivo y misericordioso (Sal 102)
  • La vida del pueblo con Moisés en el desierto fue escrita para escarmiento nuestro (1 Cor 10, 1-6. 10-12)
  • Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera (Lc 13, 1-9)
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El evangelio de hoy nos habla el lenguaje de los periódicos y de los telediarios: la actualidad siempre trae noticias de accidentes y desgracias; también de crímenes. A Jesús le relatan uno de esos crímenes y él por su cuenta añade el relato de un accidente laboral en el que murieron dieciocho obreros.

Siempre que ocurren cosas de este tipo nosotros tendemos a preguntarnos el por qué y nos gustaría poder responder en términos estrictos de causa-efecto. Sin embargo Jesús no se interesa por el por qué, sino por el significado que esos acontecimientos tienen. Jesús no busca una explicación racional del tipo causa-efecto, sino que hace una lectura espiritual de esos acontecimientos convirtiéndolos en un signo de la llamada de Dios.

La primera lección que nos da el Señor es, pues, la de renunciar a querer comprender todo en términos de causa-efecto. Somos demasiado pequeños para eso, somos criaturas, y todo lo que aquí vemos es el revés de la trama, es el tapiz que está siendo tejido pero que nosotros contemplamos por detrás; y por detrás es un amasijo de hilos desordenados, mientras que por delante es un prodigio de belleza. Hemos de aceptar que ahora, en nuestra vida aquí en la tierra, lo estamos contemplando por detrás, y no entendemos nada. Pero el Señor no nos pide entender –que ya sabe Él que no podemos- sino confiar, creer de verdad que Él es Amor, y que no nos va a dejar desamparados, y que el resultado final será bueno y bello. Él nos pide vivir con esperanza, como Abraham, que “esperó contra toda esperanza” (Rm 4,18), sabiendo que el término de nuestra esperanza está en el cielo y no en la tierra.

El Señor también afirma con toda claridad que la causa de las desgracias no son, en ningún modo, los pecados de quienes sufren las desgracias. Pues Dios no se dedica a castigar a los pecadores en esta vida, enviándoles desgracias. Esta manera de pensar no es correcta por dos razones. En primer lugar porque Dios no da los premios y los castigos en esta vida: si así fuera ser bueno sería un negocio. Y sin embargo a Jesús, que es la Bondad misma de Dios, le fue mal en esta vida, tuvo que soportar la incomprensión, la traición, la pasión y una muerte vergonzosa en la cruz. En segundo lugar porque Dios no castiga a nadie: el pecador encuentra su castigo en su propio pecado, que lo aparta de Dios, de los demás hombres y de su verdadero ser. La condenación eterna no es una venganza de Dios: es el simple respeto que Dios tiene a la libertad del hombre, dejándole vivir lo que él ha elegido.

Pensar que Dios castiga los pecados de los hombres mediante las desgracias que ocurren en esta vida es una excusa para decirse a sí mismo: como a mí no me han ocurrido esas desgracias, es señal de que soy bueno, de que todo en mi vida está bien, de que yo no necesito cambiar. Y aquí es donde el Señor hace esa lectura de las desgracias de esta vida para decirnos que si no nos convertimos todos pereceremos. Cristo nos advierte que todos necesitamos convertirnos, cambiar; nos dice que todos andamos mal, y que todos tenemos que corregir cosas y dar buenos frutos.

La parábola de la higuera que no daba frutos nos ilustra esta necesidad espiritual de darlos, y nos dice que Dios es misericordioso y paciente, que nos da tiempo, pero que no nos da todo el tiempo del mundo: “Déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás”. Los años de vida que Dios nos da en este mundo son el tiempo que Él nos concede para dar fruto. Durante ese tiempo el Señor nos cuida, cava alrededor de nosotros y echa estiércol para que demos fruto. Pero el hombre no es un vegetal y sólo da fruto si quiere darlo, si pone su libertad en consonancia con los cuidados de Dios. Y esto es la conversión.

La conversión, que la Iglesia nos pide para poder celebrar bien la Pascua, para poder resucitar con Cristo, porque previamente hemos muerto con Él, consiste en poner nuestra libertad en sintonía con la acción de Dios. La conversión es no querer para mí más que lo que Dios quiere. Entonces los mandamientos del Señor son luz y vida, son dulzura para el corazón: “Porque tu ley es mi delicia (…) tus preceptos son la alegría de mi corazón” (Sal 118,77; 111).

El hombre que se convierte no protesta como nos ha recordado la segunda lectura de hoy (1Co 10,11). Cuando nuestra querida Edith Stein estaba internada en el campo de concentración de Westerbork, en Holanda, esperando ser deportada a Auschwitz, otro prisionero judío, que consiguió escaparse de la matanza, le preguntó: “¿Qué le va a suceder a usted?”. Edith se encogió de hombros y respondió: “Hasta ahora he podido rezar y trabajar; espero poder seguir rezando y trabajando”. Que el Señor nos conceda la conversión; para que vivamos nuestra vida aquí en la tierra, sin protestar.