II Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

13 de marzo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Dios inició un pacto fiel con Abrahán (Gén 15, 5-12. 17-18)
  • El Señor es mi luz y mi salvación (Sal 26)
  • Cristo nos configurará según su cuerpo glorioso (Flp 3, 17 - 4, 1)
  • Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió (Lc 9, 28b-36)
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Abraham le dijo al Señor: “¿qué me vas a dar, si me voy sin hijos?” (Gn 15,2). Son las primeras palabras que Abraham dirige a Dios y en ellas le abre su corazón y le muestra su inquietud. Pues a Abraham la vida le ha ido muy bien, es un hombre rico, felizmente casado con Sara, pero no ha tenido hijos; y ésta es la herida interior que tiene, el dolor que le habita. Y Abraham abre su corazón a Dios y le muestra su dolor: “He aquí que no me has dado descendencia, y un criado de mi casa me va a heredar” (Gn 15,3). Y entonces el Señor le hace una promesa desorbitada, humanamente increíble: “Mira al cielo, cuenta las estrellas si puedes. Así será tu descendencia”. Es tan increíble que Abraham se atreve a pedirle a Dios un signo de que la promesa de la descendencia se cumplirá. Y Dios le da un signo.

El signo que Dios le da es un rito de alianza que el Señor  altera deliberadamente mediante el sopor, el sueño profundo que invade a Abraham al ponerse el sol. En tiempos de Abraham, cuando dos hombres hacían alianza entre sí la sellaban con un sacrificio de animales, pasando ambos por entre las carnes de los animales sangrantes e invocaban sobre su cabeza la suerte sobrevenida a las víctimas, si transgredían su compromiso. Pero aquí, Abraham queda inmovilizado por el sopor y no puede moverse y es Dios mismo, bajo el símbolo del fuego (zarza ardiente en Ex 3,2; columna de fuego en Ex 13,21; “Dios es un fuego devorador” en Is 33,14; Hb 12,29), quien pasa por entre las víctimas partidas: la alianza así sellada es un pacto unilateral, un compromiso solemne que toma Dios con Abraham, para realizar lo que le ha prometido. Lo que es imposible para Abraham -tener descendencia- Dios lo realizará: “¿Hay algo imposible para Dios?”, le dirá el propio Dios a Abraham en el encinar de Mambré (Gn 18,14). Y lo mismo le dirá el ángel Gabriel a la Virgen María: “Porque para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37).

También cada uno de nosotros, aunque le haya ido bien en la vida, posee un dolor secreto, una pena interior. Y cuando se la presentamos a Dios Él nos hace una afirmación increíble: que somos “ciudadanos del cielo”; y añade una promesa: que el Señor Jesucristo “transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo”. Tanto la afirmación como la promesa son difíciles de creer porque ahora somos ciudadanos de la tierra, un lugar que no es precisamente el cielo, un lugar donde el egoísmo y la violencia -que no existen para nada en el cielo- campan a sus anchas. Y desde luego nuestra condición actual no es para nada “gloriosa” sino “humilde”, pues estamos sometidos a la enfermedad, al sufrimiento y a la muerte. Pero en las palabras de san Pablo resuena lo que el Señor le dijo a Abraham: que para Dios nada hay imposible, que Jesucristo es Dios y su energía le permite sometérselo todo (dolor, sufrimiento, muerte) y otorgarnos una nueva condición ontológica: la misma que posee Él como resucitado.

El evangelio nos permite entrever algo del cumplimiento de la promesa hecha a Abraham, y de la que Dios nos hace a nosotros. Pues Moisés y Elías, así como Pedro, Santiago y Juan, son descendencia de Abraham: aquel que no podía tener hijos, ha engendrado a todo un pueblo, el pueblo de Israel. Es más, el propio Cristo es descendencia de Abraham según la carne, tal como afirma san Pablo (Rm 9,5). Pedro y sus compañeros “se caían de sueño”, como Abraham, cuando el Señor, en forma de fuego pasó por en medio de las víctimas del sacrificio. Porque lo que estaban viendo les superaba, no era ni podía ser una obra suya, el fruto de su trabajo o de su esfuerzo, sino que era un don de Dios, era Dios hecho don, resplandeciente ante ellos. “No sabía lo que decía”, comenta san Lucas a propósito de lo que dice Pedro.

La transfiguración nos ofrece un ejemplo de la “condición gloriosa” que nos promete el Señor, pues la vemos realizada en Cristo, cuyo rostro “resplandece como el sol” (Mt 17,2), cuyos vestidos brillan de blanco (el color de la luz, pues “Dios es luz sin tinieblas alguna” -1Jn, 1,5-), y que supera los límites del tiempo (y por eso conversa con Moisés y Elías); y es todo tan hermoso que Pedro quiere retenerlo.

Cada domingo, en la Eucaristía, Dios viene a nosotros y se nos da en la humildad del pan consagrado, del cuerpo de Cristo. Él quiere así alcanzarnos, “tocarnos”, para que su energía nos vaya transfigurando, vaya desarrollando en nosotros la condición celeste, nos vaya preparando a ser ciudadanos del cielo, a vivir en la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, en la asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos, con miríadas de ángeles y con el mismo Dios (Hb 12,22-23).

“Abraham creyó al Señor y se le contó en su haber”: por haber creído se hizo realidad lo prometido. Que también nosotros creamos, para que se haga realidad en nosotros lo que Cristo nos ha prometido. Amén.