IV Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

 27 de marzo de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • El pueblo de Dios, tras entrar en la tierra prometida, celebra la Pascua (Jos 5, 9a. 10-12)
  • Gustad y ved qué bueno es el Señor (Sal 33)
  • Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo (2 Cor 5, 17-21)
  • Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido (Lc 15, 1-3. 11-32)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

La liturgia de este cuarto domingo de cuaresma nos habla de la necesidad de reconciliación que todos tenemos, que el mundo y la humanidad tienen, y de las condiciones para que esa reconciliación sea posible. El evangelio de hoy nos presenta el plan del Padre, el deseo de Dios: que todos vivamos juntos, con Él, en su casa, compartiéndolo todo: “hijo mío, todo lo mío es tuyo”, le dice el padre de la parábola a su hijo mayor. Pero ese designio divino se ve contestado por los dos hijos: el pequeño quiere vivir su vida lejos del padre, mientras que el mayor quiere comerse un cabrito “con sus amigos”, es decir, sin el padre cuya presencia, al parecer, le estropearía la fiesta. A los dos les estorba la presencia del padre y quieren vivir sin él; el pequeño se marcha físicamente de la casa del padre (¡cuántos se han ido en estos años de la Iglesia en España!), y el mayor no se marcha físicamente pero su corazón está lejos del corazón del padre, está tan lejos que, cuando regresa su hermano, no lo quiere reconocer como hermano (“ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres”), ni quiere compartir la alegría del padre. Lo cual nos muestra que no basta con “estar en la Iglesia” para estar con Dios.

Nosotros que, por la gracia de Dios, no nos hemos ido de la Iglesia, podemos parecernos a este hermano mayor de la parábola: su tentación puede ser la nuestra. Por eso san Pablo nos dice: “os pedimos que os reconciliéis con Dios”. Reconciliarse con Dios es difícil, porque Dios ama a todos, y nosotros sabemos que, si nos reconciliamos con Dios, tendremos que amar a todos; y eso no nos hace gracia: preferimos un mundo de buenos y malos, para poder señalar con el dedo a los malos y condenarlos.

“A nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación” dice san Pablo en la segunda lectura de hoy. En un mundo marcado por la división, el Señor nos pide que seamos agentes de reconciliación, que amemos a todos, que, en nuestro corazón, haya sitio para todos. Esto es difícil, porque las personas somos tan diferentes, con tantas y tantas “sensibilidades” y “maneras de ser” y de pensar que, humanamente hablando -o mejor: humanamente amando- es imposible acogerlas y amarlas todas, eso es algo que sólo Dios es capaz de hacer y que ha hecho al precio increíble de la cruz. 

Por eso es imprescindible que dilatemos nuestro corazón a las dimensiones del corazón de Dios, tal como lo suplica el salmista cuando ora diciendo: “correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón”. Pues para amar a todos los hombres, a tantas y tantas personas tan distintas y hasta contrarias a mí, no basta un amor humano, hace falta un amor divino. Ese amor se llama caridad y viene de Dios, no del hombre; yo no puedo fabricarlo, puedo suplicarlo y acogerlo. Y ese amor dilata el corazón y me permite amar a todos los hombres, incluso a mis enemigos.

La caridad no es un amor que decido yo tener y ya lo tengo; eso sería un voluntarismo. Tampoco es una obligación, un deber, que tengo que cumplir; eso sería un moralismo. La caridad es una conmoción frente a la miseria del otro, incluso si esa miseria se ha generado en contra mía. Así le ocurre al padre de la parábola: “el padre lo vio y se conmovió” y “echando a correr se le abrazó al cuello y se puso a besarlo”: un comportamiento impropio de un padre oriental, que debe guardar siempre su “compostura” de señor y padre. Pero el padre de la parábola “pierde los papeles” porque está conmovido. No se comporta así porque entiende que ése es su “deber” sino porque le sale de dentro, le sale de sus entrañas, de su corazón de padre. Y eso es la caridad, una misericordia entrañable hacia los demás, incluso si los demás son contrarios a mí. Que el Señor nos la conceda.