II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia

15 de agosto 

7 de abril de 2024

(Ciclo B - Año par)






  • Un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32-35)
  • Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Sal 117)
  • Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. (1 Jn 5, 1-6)
  • A los ocho días llegó Jesús (Jn 20, 19-31)
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“Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez” (Lc 1,36), le dijo el ángel a la Virgen en la anunciación. Con estas palabras le daba un signo que la ayudara a creer, a dar crédito a lo que se le estaba diciendo de parte de Dios. A Dios le gusta siempre darnos signos que nos sirvan de apoyo para nuestra fe.

El Evangelio de hoy nos presenta la figura de Tomás que exige un signo concreto, determinado, para creer; exactamente exige “ver y tocar” las llagas del Resucitado para dar fe al testimonio que le están dando los demás discípulos. Y el Señor, en su infinita misericordia, le concedió el signo que pedía. Entonces Tomás hizo un acto de fe sorprendente, el acto de fe más rotundo y explícito que encontramos en todo el Nuevo Testamento: “Señor mío y Dios mío”. Como observa San Agustín: “Veía y tocaba al hombre y confesaba a Dios, a quien no veía ni tocaba”.

El acto de fe, queridos hermanos, supone siempre un “salto” cualitativo entre lo que vemos y tocamos –los signos que Dios nos da- y aquello que confesamos, que es la divinidad de Jesucristo. Es cierto que hay “argumentos” para creer; pero de ninguno de estos argumentos se puede deducir con una necesidad lógica irrefutable el acto de fe. El acto de fe es un misterio en el que entran en juego la libertad de Dios, su gracia, su amor, la acción del Espíritu Santo, y la libertad del hombre. Porque lo que el acto en fe pone en juego es el corazón del hombre, su centro más íntimo, el hontanar del que brota la libertad, la inteligencia y el afecto del ser humano. Y el corazón del hombre es un misterio en el que sólo Dios puede penetrar. Por eso el Señor nos mandó que no juzgáramos (“no juzguéis y no seréis juzgados”): porque el corazón del hombre es algo que escapa a nuestra mirada y queda reservado a la mirada del Señor, tal como Dios le dijo a Samuel: “El hombre ve las apariencias, pero el Señor ve el corazón” (1S 16,7).

Observemos que la Virgen María no le pidió a Dios ningún signo, sino tan sólo le hizo una pregunta que era obligada en su situación: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34). Fue Dios en su generosidad quien le ofreció el signo del embarazo de su pariente Isabel. En cambio Tomás no sólo se atrevió a pedir un signo, sino que determinó él mismo el signo que tenía que ser: ver y tocar las heridas del Señor. Y a pesar de este atrevimiento, que debemos considerar excesivo, Dios se lo concedió.

En una ocasión el Señor se quejó de que le pidieran signos para creer: “Si no veis signos y prodigios, no creéis” (Jn 4,50), le dijo a un funcionario real que le pedía por la salud de su hijo, aunque inmediatamente le concedió lo que pedía. También Santa Teresita le pidió un signo al Señor que le confirmara el arrepentimiento del criminal Pranzini que iba a ser ejecutado y por cuya salvación ella había ofrecido muchos sacrificios y rogado mucho al Señor. Y cuando supo que poco antes de ser ejecutado besó el Crucifijo que se le mostraba, Teresita entendió que éste era el signo que el Señor le daba de que sus plegarias habían sido escuchadas.

¿Qué debemos hacer? ¿Debemos exigirle o suplicarle signos a Dios que nos ayuden a creer? Exigirle nunca, porque ¿quién soy yo para exigir algo a Dios, yo que soy “polvo y ceniza”, como decía Abraham, nuestro padre en la fe (Gn 18,27)? Sí podemos, en cambio, suplicarle que nos los dé, para ayudar la debilidad de nuestra fe, como hizo Santa Teresita. Lo mejor, sin embargo, es hacer como la Santísima Virgen María que ni se los exigió ni tan siquiera los suplicó, sino que tuvo un corazón atento a la acción de Dios, un corazón en el que ella “guardaba y meditaba” (Lc 2,51) todo cuanto le ocurría. Entonces ella veía muchos signos:

- el embarazo de su prima Isabel,

- la acogida de San José en su casa,

- la llegada de los pastores y de los magos,

- las palabras de Simeón y de Ana

- y hasta el odio feroz de Herodes,

todo eran signos que Dios le regalaba para que ella creyera cada vez más. Y María “vio y creyó”. Porque, como dice el libro de la Sabiduría, Dios “se deja encontrar de los que no le exigen pruebas y se manifiesta a los que no desconfían de él” (Sb 1,2). Que el Señor nos conceda un corazón semejante al de María, para que, sin exigir signos, “veamos” los que Él nos da y “creamos” cada vez con más fuerza en Él.