El pecado


1. Qué es el pecado.

El pecado es una postura, una actitud, que el hombre puede tomar ante Dios. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1,26). El hombre es, pues, un ser referencial, relacional: todo su ser consiste en ser una referencia, una relación a Dios (más exactamente a Cristo), a cuya imagen ha sido creado y cuya semejanza le realiza, le plenifica. El ser del hombre, en efecto, adquiere su plenitud si existe completamente “volcado” hacia Dios, si vive “mirando a” Dios porque sólo en Él puede encontrar su propia identidad. Así vivían Adán y Eva antes del pecado: contemplaban el mundo, se contemplaban el uno al otro y cada uno a sí mismo, “mirando a Dios”, es decir, a través de los ojos de Dios. Por eso dice la Escritura que estaban ambos desnudos (...) pero no se avergonzaban uno del otro (Gn 2,25), porque se percibían en la mirada de Dios, para el cual no hay maldad ni impureza alguna en nada de lo creado, pues para los limpios todo es limpio (Tt 1,15).

El pecado consiste en dejar de mirar a Dios, en plantear la propia existencia fuera de la mirada de Dios, en empezar a existir “desde sí mismo” en vez de existir “desde Dios”. Seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal (Gn 3,5) dijo la serpiente a Eva; es decir seréis vosotros quienes decidiréis lo que está bien y lo que está mal, ya no tendréis que vivir extáticamente pendientes de Dios para saber lo que está bien y lo que está mal, sino que seréis vosotros mismos quienes lo determinaréis. De este modo lo que Dios quiso unir en el hombre, el hombre lo disoció: Dios quiso que el hombre fuera criatura y creador, libre y obediente, agradecido a Dios y autónomo en sus elecciones. Pero el hombre (“Adán”) lo disoció todo: el hombre eligió la inteligencia, el espíritu, la razón, la dominación de las cosas, disociándolo de su amor de hijo hacia Dios, su Padre. Quiso todo eso pero fuera del contexto del amor filial.

La parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) expresa el drama del pecado con una palabra: la parte. “Dame la parte de la herencia”. El padre quería darlo todo en la comunión, en la herencia compartida: no repartida, sino compartida, es decir, disfrutada juntos, como lo muestra la fiesta del final de la parábola. La voluntad de comunión del padre se expresa con las palabras todo lo mío es tuyo (Lc 15,31), que son las mismas palabras con las que Jesús describe su comunión con el Padre del cielo en la oración: todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío (Jn 17,10). Al romper la comunión con el padre (símbolo de Dios), el hijo pródigo, imagen de Adán, adulteró automáticamente la herencia, condenándose a malgastarla, precisamente por hacerlo fuera de la comunión con el Padre. De este modo el disfrute de la herencia termina situándolo bajo la dominación de un dueño despiadado y malo (Satán), en una postración tan miserable que tiene que comer el alimento de los cerdos. Cuando el hijo pródigo dice he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo (Lc 15,21), es como si dijera “no he comprendido que tú, en tu corazón de padre, lo querías compartir todo conmigo”, “no he estado a tu altura de padre”, “no he sabido ser hijo”. El otro hermano, el hijo mayor, demuestra idéntica actitud en su corazón cuando le reprocha al padre no haber recibido un cabrito para comerlo con sus amigos (Lucas 15,29), es decir, también sin el padre.

2. El pecado se basa siempre en una mentira.

La antigua serpiente, el diablo (literalmente: “el que separa” ya que el oficio del diablo es separar al hombre de Dios) es el padre de la mentira (Jn 8, 44). Todo lo que dice es mentira, y así mintió cuando le dijo a nuestra madre Eva: De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses en el conocimiento del bien y del mal (Gn 3, 5). El contenido más grave de esta mentira radica en la falsa imagen de Dios que presenta: un Dios envidioso del hombre, un dios que pretende a todo precio “mantener la distancia” en relación al hombre, para que el hombre no llegue a ser como Él. La verdad es precisamente lo contrario: Dios ha creado al hombre para tener una multitud de hijos, para poder compartir con ellos juntamente la herencia, para hacerlos “dioses” por participación en la filiación de su único Hijo. Pero el demonio miente y el hombre acoge esa falsedad que va a empujarlo al pecado.

En la parábola del hijo pródigo se revela también esta misma mentira: el hijo que se marcha desconfía de la comunión con el padre, entiende que la herencia compartida con el padre no puede hacerle feliz y que para poder ser él mismo, para poder realizarse, necesita alejarse del padre, vivir su propia vida fuera de la mirada del padre, como si esa mirada le impidiera ser él mismo (cuando la verdad es precisamente lo contrario). Por otro lado, el hijo que se queda en casa piensa exactamente igual que el hermano que se ha marchado, ya que le reprocha al padre no haberle dado un cabrito para comerlo “con sus amigos”, es decir, “sin” el padre, como si la presencia del padre fuera un estorbo para el gozo y la felicidad; este hijo está completamente ciego para comprender lo que el padre le dice: hijo mío, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Está físicamente con el padre, pero su corazón está muy lejos de él.

3. La ley de Dios es un gesto de su amor por los hombres.

Todos nuestros pecados arrancan de esta misma mentira: nos parece que Dios nos estorba, que Él es el obstáculo para nuestra felicidad, que podríamos ser mucho más felices si no fuera porque Él, con sus mandamientos, nos lo está impidiendo. La verdad es justamente lo contrario: los mandamientos del Señor son un gesto de su misericordia para con nosotros, un gesto de su amor. El que Dios nos haya dado los mandamientos nos ayuda a no caer en esta trampa, a no dejarnos encerrar por las tinieblas, a no confundir el mal con el bien, a no elegir lo equivocado. La ley de Dios no es el capricho de un dueño despótico que fija arbitrariamente unas normas para poder estar con él. La ley de Dios expresa las únicas condiciones bajo las cuales el hombre puede ser verdaderamente humano, puede ser verdaderamente él mismo, las leyes profundas de su propio ser. Pues el hombre después del pecado se ha empequeñecido y se resigna demasiado pronto conformándose con mucho menos de lo que en realidad le corresponde: ha sido creado para ser amigo de Dios, dios por participación, y él se conforma con ser un “buen ciudadano”. Para que el hombre recupere su verdadera dimensión es imprescindible que “dilate” su corazón. Es lo que hace cuando observa los mandamientos del Señor: tus preceptos son mi delicia (...) instrúyeme en el camino de tus preceptos y meditaré tus maravillas (...) corro por el camino de tus mandamientos pues tú dilatas mi corazón (Sl 118, 24.27.32).

4. “Hacer pecados” y “ser pecador”.

Cada vez que nos apartamos de los preceptos del Señor cometemos un pecado; pero nos apartamos de los preceptos del Señor porque, como consecuencia del primer pecado de Adán, se ha despertado en nuestro interior una misteriosa atracción por el mal, una tendencia a realizar precisamente aquello que nos separa de Dios: Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros (Rm 7,21-23). Así se comprende el drama vivido por Jesús: vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras (Jn 3,19-20). Esta tendencia del hombre, llamada en el lenguaje teológico “concupiscencia”, es como una trama en un tejido, como un hilo en una pieza de tela, que atraviesa todo el ser del hombre, y que “tiñe” de algún modo todos sus actos. Por eso el Señor en el evangelio dice que el hombre es un ser “radicalmente malo”, es decir, con una raíz de maldad, de la que provienen un montón de obras malas (Mt 15,19). Para poder ser de verdad humanos, para poder reencontrar nuestro verdadero ser, es imprescindible arrancar esa trama de pecado que hay en nosotros. Pero eso es algo que el hombre con sus solas fuerzas no puede realizar, porque equivale a un nuevo nacimiento: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5).

5. La triple dimensión del pecado.

Todo pecado comporta siempre una triple ruptura: con Dios, consigo mismo y con el prójimo. Siendo el hombre un ser esencialmente relacional, la alteración de su relación fundamental con Dios, comporta automáticamente la alteración de todas las demás relaciones (consigo mismo, con los demás y hasta con el universo material). El relato del pecado original lo pone de relieve al subrayar como el hombre descubre avergonzado su propia desnudez (ruptura consigo mismo: Adán escondiéndose de Dios porque estoy desnudo), como se rompe la armonía entre el varón y la mujer (hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará), y también incluso como se deteriora la relación entre el hombre y el universo (surgimiento de espinas y abrojos y necesidad del sudor de tu rostro para comer el pan) (cfr. Gn 3, 8-19). El primer asesinato de la historia (Caín y Abel) aparecerá inmediatamente (Gn 4,1-8). Así se pone de relieve que, dada la unidad del ser del hombre, en todo pecado no sólo se deteriora la relación con Dios sino también la justa relación consigo mismo y con los demás.