El perdón de los pecados



1. La Buena Noticia: el perdón de los pecados.

Jesús no se cansó de señalar al pecado como el verdadero mal del hombre, como la causa última de una existencia marcada por la incapacidad para vivir de un modo auténticamente humano. Por eso cuando le presentan a un hombre atenazado por la parálisis, el Señor ve en él como una imagen de la situación espiritual de todo hombre, atenazado por la parálisis del pecado, y le anuncia la Buena Noticia: Hijo, tus pecados te son perdonados (Marcos 2,5).

El hombre bajo el imperio del pecado vive une existencia de esclavo, sometido al diablo (Juan 8,34). Anunciar, pues, el perdón de los pecados, es tanto como anunciar la derrota del diablo y la apertura de una nueva posibilidad para la existencia humana: la de realizarse según la voluntad de Dios, que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ezequiel 18,23). Las palabras de Jesús: el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado (Mc 1,14; Mt 4,17; 10,7; Lc 10, 9 y 11) anuncian esta nueva posibilidad, que constituye la “Buena Noticia” en la que hay que creer (Mc 1,15). Y los milagros de Jesús son los signos que la avalan, ya que si por el dedo de Dios expulso yo los demonios es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios (Lc 11,20).

Por eso Jesús busca la compañía de los pecadores y se sienta a la mesa con ellos. Hasta hoy en Oriente el aceptar a uno a la mesa significa concederle la paz, la confianza, la fraternidad y el perdón: la comunión de mesa es comunión de vida. De este modo las comidas de Jesús con publicanos y pecadores no son simplemente expresión de una humanidad desbordante y de una compasión para con los despreciados, sino que más profundamente expresan la misión y el mensaje de Jesús. Él mismo lo afirmó respondiendo a las críticas de quienes se escandalizaban de ello: No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores (Mc 2,27).

2. Descubrir el propio pecado.

No es nada fácil descubrir el propio pecado porque no es nada fácil verse a sí mismo y porque no queremos reconocer en nosotros la presencia de ese cáncer del ser que es el pecado, de ese dinamismo de muerte que habita en nosotros y del que somos, a menudo, cómplices activos. El hombre sabe que su complicidad con el mal le hace despreciable y merecedor de la muerte y por eso teme reconocer su pecado y, más aún, que su pecado sea descubierto por los demás, que encontrarían en él un motivo para el desprecio.

El demonio es definido en la Biblia como el acusador de nuestros hermanos, el que los acusa ante nuestro Dios día y noche (Ap 12,10). “Satán”, en efecto, significa en hebreo “acusador” (Jb 1,6; Za 3,1). El episodio de la mujer adúltera (Jn 8,1-11) pone de relieve la manera de proceder de Satanás: primero incita al pecado y después pretende que la culpabilidad del pecado cometido conduzca a la muerte. El diablo, en efecto, es enemigo del ser y de la vida y desea la destrucción y la muerte. El diablo pretende hacernos tomar conciencia de nuestro propio pecado para destruirnos, para llevarnos a la desesperación y la muerte.

Jesús anunció que el Espíritu Santo convencerá al mundo en lo referente al pecado (Jn 16,8). Si el diablo intenta “acusar”, el Espíritu Santo, al contrario, pretende “convencer”. La “acusación” diabólica pretende conducir a la desesperación y a la muerte, mientras que la acción del Espíritu pretende conducir al arrepentimiento por el que se adquiere la vida. La mala toma de conciencia del pecado es, literalmente hablando, “diabólica”, es decir, “separadora”: separa al hombre de Dios y de los demás, encerrándolo en un círculo de muerte, como a la mujer adúltera. Dios, en cambio, nos ayuda, mediante el don de su Espíritu, a tomar conciencia de nuestro propio pecado, pero como pecado ya perdonado, como herida que ya empieza a ser sanada, tal como hizo Jesús con la mujer adúltera: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más (Jn 8,11).

La distinta reacción de Judas y de Pedro ante el descubrimiento del propio pecado ilustran este contraste. Judas descubre su propio pecado de manera desgarrada, bajo la modalidad “acusadora”: Entonces Judas (...) fue acosado por el remordimiento (...) y fue y se ahorcó (Mt 27,3-5). Pedro, en cambio, descubrió su propio pecado bajo la mirada de Jesús, y por eso lo descubrió como ya perdonado: y el Señor se volvió y miró a Pedro (...) y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente (Lc 22,61-62). Las lágrimas de Pedro nacen del descubrimiento de que uno ha sido ya perdonado: son lágrimas de dulzura, que conducen al amor, a la instauración de una relación más intensa e íntima entre Jesús y Pedro (entre Dios y el pecador): Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? (...) Si, Señor, tú sabes que te quiero (...) Apacienta mis corderos (Jn 21,15).

3. El sacramento de la reconciliación.

En el atardecer del domingo de resurrección, el Señor resucitado, radiante de vida, se apareció a los discípulos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20,22-23). Estas palabras son verdaderamente impresionantes porque sólo Dios puede perdonar pecados (Mc 2,7). El que Dios otorgue este poder a unos hombres es algo humanamente impensable. La Iglesia ejerce este poder mediante el bautismo y el sacramento de la penitencia (que actualiza el perdón otorgado en el bautismo a lo largo de la vida).

En el sacramento de la penitencia se pone de relieve la triple dimensión del pecado y de la obra de perdón y de sanación espiritual que Dios opera. Pues el sacerdote representa no sólo a Dios, sino también al prójimo, a la humanidad, a la Iglesia, herida por el pecado. En la dinámica del sacramento somos invitados a entrar dentro de nosotros mismos (el examen de conciencia), a levantar el corazón hacia Dios (dolor de los pecados y propósito de enmienda), y a recomponer nuestra relación con la humanidad a la que también hemos ofendido con nuestro pecado (confesión de los pecados a otro hombre). El sacramento del perdón nos obliga a sacar nuestra relación con Dios del ámbito privado de nuestra interioridad, reconociendo, en la persona del sacerdote, un signo de la alteridad irreductible de Dios y del prójimo. De este modo nos libera de la tentación de imaginar a Dios según nuestras propias fantasías, aceptando humildemente el modo concreto con el que Dios ha querido perdonarnos los pecados.

4. El perdón de Dios recompone nuestra historia.

El mal que los hombres cometemos grava nuestra existencia, se convierte para nosotros en una pesada carga que nos abruma: se me echan encima mis culpas y no puedo huir: son más que los cabellos de mi cabeza y me falta el valor (Sl 39,13). El perdón de Dios nos libera de esa carga -como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos (Sl 102,12)- y nos renueva interiormente según la plegaria del salmo: ¡Oh Dios!, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme (Sl 50,12). De este modo se ordena a nuestra conversión, a la construcción en nosotros de un hombre nuevo, de un hombre liberado de ese “cáncer del ser” que es el pecado, de un hombre interiormente curado de las heridas que el mal causa en nuestra vida.

Entenderíamos incorrectamente el perdón de Dios sí lo imagináramos actuando de un modo mágico, para destruir, para hacer desaparecer, los actos malos que nosotros hemos realizado. Para Dios cada uno es artífice de su propia historia; y su dignidad consiste en poder responder de ella. Por esta razón, propiamente hablando, su perdón no borra nada de lo que uno ha escrito libremente. La imagen de la acción de borrar el pecado es también claramente de origen bíblico. Pero no es más que una imagen entre otras. Si la dejamos que despliegue su lógica por ella misma, se hace peligrosa. Nos encontraríamos ante una determinada página de nuestra vida como ante una banda magnetofónica, que podemos hacer retroceder, borrar y volver a grabar. En realidad, en nuestras vidas hay cosas irreversibles. Y, sin embargo, nuestros actos cambian de signo: esa acción que nuestra libertad ha colocado bajo el signo del pecado, por gracia de Dios, se le concede a esa misma libertad que es la nuestra, colocarla bajo el signo del arrepentimiento. Ahí se sitúa el cambio del corazón: no en una supresión sino en una transfiguración. Las heridas permanecen pero son transfiguradas: las cicatrices se hacen luminosas, a imagen de las cinco llagas del Resucitado. Tal es la obra misma del perdón de Dios. Así nace el hombre nuevo, al que Dios envía de nuevo al mundo: “Vete” le dijo el Señor a la mujer adúltera.

5. Compartir el perdón recibido.

Uno de los deberes inexcusables de un cristiano es perdonar siempre: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18,21-22). Jesús mismo explica la razón de esta incondicionalidad del perdón con la parábola del siervo sin entrañas que sigue a continuación y que termina diciendo: ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti? Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano (Mt 18,33-35). El perdón dado al hermano se convierte, así, en un elemento esencial de nuestra relación con el Padre del cielo: y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores (Mt 6,12).