IV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto  

28 de enero de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • Suscitaré un profeta y pondré mis palabras en su boca (Dt 18, 15-20)
  • Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94)
  • La soltera se preocupa de los asuntos del Señor, de ser santa (1 Cor 7, 32-35)
  • Les enseñaba con autoridad (Mc 1, 21b-28)
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En el evangelio de este domingo se nos reitera la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios, que ya se nos anunció el domingo anterior. Y ello se hace, de manera muy gráfica, presentándonos a un hombre que tenía un espíritu inmundo al que Jesús libera. “Un espíritu inmundo” significa una fuerza que supera al hombre, que se apodera de él, que lo arrastra, que no le deja ser él mismo, que lo convierte en un guiñapo, en un cascarón de nuez arrastrado por la corriente, en un ser incapaz de gobernarse a sí mismo según la verdad y la dignidad de su propio ser. Eso es un “espíritu inmundo”. Y de esos, hay muchos: la soberbia, la avaricia, la ira, la lujuria, la pereza, la envidia, la gula etc. El evangelio nos enseña que todas esas fuerzas están, en realidad, dominadas por Satán, por el Maligno, que es el enemigo del género humano desde el principio.

El evangelio de hoy nos da la Buena Noticia de que hay uno, Jesús, el Señor, que tiene verdadero poder sobre todas esas fuerzas oscuras que aplastan al hombre; y que Él, con su palabra poderosa, puede arrinconarlas, mandarles que dejen en paz al hombre para que éste puede ser de verdad lo que es: imagen y semejanza de Dios, y no un pelele en mano de unas fuerzas oscuras. De hecho, Jesús, cuando nos enseñe a orar, nos mandará pedir: “y líbranos del Mal”.

El endemoniado se puso a gritar: ¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios. El demonio reconoce en Jesús aquél que ha venido a destronarlos, a expulsarlos del corazón, del alma y del cuerpo de los hombres; pues la llegada del Reino de Dios implica el fin del poder de los demonios.

Notemos de paso que el demonio se vanagloria de conocer la identidad de Jesús, de saber que Él es “el Santo de Dios” (el demonio es un “listillo” y presume de ello). Sin embargo, ese “saber” no le sirve de nada, porque lo que salva no es “saber” sino “confiar”: la fe que salva es la confianza en Dios por la certeza que tenemos de que Dios es Amor y perdona nuestros pecados. Ésa es la fe que salva, y no la “fe de los demonios” que lo saben todo sobre Dios, con toda exactitud, pero que no confían para nada en Él.

Jesús ordena callar al demonio, porque la proclamación de la verdad que el demonio hace no sirve de nada, ya que está vacía de amor y de confianza en Dios. Los “listillos” no salvan al mundo, no liberan del mal. Lo que salva al mundo es el amor de Dios. “Y nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4, 16). Le ordena también: Sal de él. Explica san Jerónimo que es como si Jesús le dijera: “No me alegro de que me alabes, sino de que te marches. Sal de este hombre, deja libre esta morada que está dispuesta para Mí y que tú has usurpado. Abandona esta propiedad que es mía”, pues le hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, para ser “amigo de Dios”, para vivir con Él y en Él, y la presencia del demonio es incompatible con la presencia de Dios.

Hermanos: los demonios, esas fuerzas que dominan al hombre y no le dejan vivir según su dignidad, existían y existen, y ningún avance de la ciencia ha conseguido eliminarlas. Basta pensar en el alcohol, en las drogas, en las ludopatías, en la pornografía y en tantas y tantas realidades que convierten al hombre del siglo XXI, con sus estudios universitarios, con sus ‘masters’, con sus ‘erasmus’, con sus idiomas perfectamente hablados etc. etc., en un adicto, en un ser dependiente. Y la medicina y la psicología, con mucho esfuerzo y sin ninguna garantía de éxito, intentan ayudar; pero no tienen ninguna receta mágica, porque el origen y la naturaleza del Mal, de todo lo que es Mal, sigue siendo muy misterioso. En resumidas cuentas, el hombre sigue necesitando un Salvador, porque, él solo, no sabe ni puede salvarse a sí mismo (como mucho consigue gestionar un poco mejor sus problemas).

Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen. Ésta es la Buena Noticia. En Cristo, Dios ha desplegado su poder eficaz para salvarnos, para liberarnos de las fuerzas demoníacas que se apoderan de nosotros y destruyen nuestra humanidad: de la envidia, de la frivolidad, de la voluntad de poder, del egoísmo atroz. Jesús es aquel que “con una sola palabra” puede librarnos, tal como confesamos antes de ir a comulgar: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.