El hombre es un ser que se sostiene desde arriba

La arquitectura del ser humano, con sus tres elementos principales (cuerpo, alma, espíritu), tiene un sentido dinámico y ascendente. Puede ser comparada a un cono, cuya base representaría el cuerpo, cuyo cuerpo interior representaría el alma y cuyo vértice sería el espíritu. El ser del hombre “se sostiene desde arriba”, es decir, desde el espíritu, porque es el espíritu, es decir, el ser personal, lo que constituye la característica diferencial del hombre en relación a todos los demás seres visibles: si el cuerpo vive animado por el alma y ésta, a su vez, centrada y unificada en el espíritu, entonces resplandece el ser del hombre en toda su plenitud y belleza. Si en cambio el alma, con su multitud de vivencias, invade el espíritu y lo agobia, sin dejarle apenas margen de maniobra, y anima al cuerpo sin dejarse ella misma animar por el espíritu, entonces el ser del hombre se desfigura, “desciende”, se aproxima cada vez más al mundo animal, pero con el agravante de que la libertad suele ceder a las peores posibilidades, que nunca ocurrirían en el mundo animal.

Como escribe, con toda razón, X. M. Domínguez, el cuerpo del hombre no es un cuerpo animal más: es un cuerpo personal. Por tanto, no es la biología la que tiene la última palabra sobre el sentido de este cuerpo. Y su psiquismo no es un psiquismo animal más, sino que es un psiquismo personal. La psicología no tiene, pues, la última palabra sobre el sentido de esta psique, pues su dimensión más radical es la que tradicionalmente se ha llamado la dimensión espiritual. Esta dimensión espiritual es la que unifica a la persona y es la que posibilita que la persona se posea a sí misma (y esté llamada a poseerse más plenamente). Ser persona es, pues, capacidad de distancia frente al mundo; pero también respecto de sí (…) Por ello la persona puede poseerse a sí: porque está frente a sí. Por tanto, la persona está sobre su corporeidad y su psiquismo, puede reobrar sobre sus notas características, puede dominar su propia realidad.

La construcción del sujeto humano se empieza, contra toda lógica (infrahumana) “desde arriba”. Si intentamos construir el sujeto humano arrancando por los valores que se refieren al cuerpo, para seguir después con los valores propios del alma, y culminar con los valores supremos (Verdad, Bien, Belleza) propios del espíritu, posiblemente nunca pasemos del primer estadio, porque nunca estarán suficientemente realizados, como para poder pasar a los valores del nivel superior. El camino correcto es justamente el inverso: hay que empezar por los valores últimos, es más, por el vértice en el que todos ellos confluyen sin difuminarse ni perderse (el Valor religioso). Cuando un ser corporal viviente, dotado de inteligencia y voluntad, aspira a Dios, surge el hombre. La aspiración al vértice hace surgir el resto del edificio; la preocupación por la base, impide crecer. La “base” en el hombre es su espíritu; de lo contrario, no hay hombre. Así vemos que ocurre constantemente en la historia de la salvación, donde Dios llama a hombres que se sienten -con razón- inadecuados para la misión que el Señor les pide, y que le exponen las razones de su incapacidad. Y sin embargo esas razones nunca son atendidas porque, desde el punto de vista divino (que es el que aquí nos interesa), es la propia llamada divina la que otorga la idoneidad para la misión, la que “construye” el sujeto capaz de ello. La atención y acogida al vértice (llamada divina), da lugar al surgimiento de la totalidad del sujeto capaz de responder a ella. Es la paradoja del hombre.



Autor: F. COLOMER FERRÁNDIZ
Título: "Palabras sobre el hombre. Apuntes para una antropología filosófica" Editorial: Instituto Teológico San Fulgencio, Murcia, 2020, (pp. 28-31)