Bautismo del Señor

15 de agosto 

7 de enero de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • Mirad a mi siervo, en quien me complazco (Is 42, 1-4. 6-7)
  • El Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 28)
  • Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo (Hch 10, 34-38)
  • Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco (Mc 1, 7-11)
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“Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo”. El cielo estaba cerrado desde que Adán, por el pecado original, había roto la comunión con Dios, porque el hombre, por el pecado, se había hecho un extraño en relación a Dios: ya no había comunicación entre el cielo y la tierra. “Vio rasgarse el cielo” significa, pues, que se ha vuelto a reestablecer la comunión entre el cielo y la tierra, entre Dios y los hombres.

El Evangelio nos dice hoy que esto ocurre con Jesús, cuando Jesús se bautiza. Los Padres de la Iglesia nos enseñan que Jesús no se bautizó porque necesitara ser purificado de algún pecado, ya que él era el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, sino que lo hizo para conferir a las aguas del Jordán y, a través de ellas, a las aguas del mundo entero, el poder de engendrar, por la fuerza y la acción del Espíritu Santo, hijos de Dios. Así San Proclo de Constantinopla afirma que, cuando Jesús se sumergió en las aguas del Jordán, fue como si el sol se sumergiera en el agua: el “sol de justicia que ha venido de lo alto”, se sumergía, en efecto, en el Jordán. Y San Máximo de Turín, por su parte, nos recuerda que “Cristo es bautizado no para ser él santificado por las aguas, sino para que las aguas sean santificadas por él, y para purificarlas con el contacto de su cuerpo. Más que de una consagración de Cristo, se trata de una consagración de la materia del bautismo”. Jesús se bautizó, pues, para instaurar nuestro propio bautismo, el bautismo que, recibido mediante el agua, es, sin embargo, bautismo “con Espíritu Santo y fuego”, que otorga la vida eterna, por el que se nos comunica la vida divina, que es la vida de la que vive Cristo, junto con el Padre, en la unidad del Espíritu Santo.

El episodio de hoy nos recuerda que fuera de Cristo, al margen de Jesús, el cielo sigue cerrado, el hombre no recibe la vida divina, porque “no se nos ha dado a los hombres otro nombre, distinto del nombre de Jesús, en el que podamos obtener la salvación” (Hch 4,12), como proclamó San Pedro en Jerusalén. Sólo en Jesús el cielo se abre para nosotros y nosotros, por el bautismo, empezamos a ser hijos de Dios. Pues Dios sólo tiene un Hijo, que es Cristo; y sólo quien es in-corporado a ese único Hijo, llega a ser hijo de Dios. Ser hijo de Dios no es un “derecho humano”, sino un don divino, una gracia. Los hombres, por el mero hecho de existir, no somos hijos de Dios, sino criaturas suyas, a las que Dios ama con un amor de Padre y quiere que lleguen a ser hijos suyos por el bautismo, que nos hace miembros del Cuerpo del que Cristo es la Cabeza. El bautismo nos une orgánicamente a Cristo, nos hace miembros suyos, de manera que, cuando el Padre del cielo mira a su único Hijo, “el amado, el predilecto”, nos ve también a nosotros en Él.