Extranjeros y peregrinos



Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu (Jn 3,6). Estas palabras de Jesús a Nicodemo, hablándole de la necesidad de “nacer de lo alto”, de “nacer del agua y del Espíritu”, para entrar en el Reino de Dios, contraponen nuestra condición humana, designada aquí con la palabra “carne”, a la nueva realidad, a la humanidad nueva, que el Señor quiere crear en nosotros, a través de su Espíritu Santo. La oposición entre “nacer de la carne” y “nacer del Espíritu” podría hacer pensar en una alternativa: o las pertenencias humanas o la pertenencia al Reino. ¿Cómo hay que entender la relación entre lo humano (“la carne”) y lo divino (“el Espíritu”)? ¿Prescinde la fe de todo lo humano? ¿Es lo humano un obstáculo para la fe?

1. Las raíces humanas del hombre.

“El hombre no nace, se hace”, podríamos decir para expresar que, a diferencia del animal, que tiene su ser perfectamente programado por el instinto, el hombre tiene que aprender su humanidad, y tiene que hacerlo de una manera personal, propia de cada uno. Lo que permite al hombre, que carece de instintos, desarrollar unas pautas de comportamiento que le permitan vivir en el mundo, es la cultura.

Por “cultura” entendemos la conciencia de la realidad que cada grupo humano elabora y suministra a sus miembros, para expresar y justificar su posición y su función en el mundo. Así entendida “cultura” es sinónimo de “mentalidad”, de “sensibilidad”, de “visión de la realidad”. La cultura es el conjunto de formas de actuar, de ver y de prever las cosas, de pensarlas y evaluarlas, de tomar decisiones, así como de entender las grandes cuestiones de la vida humana: origen, destino, muerte, etc. “Cultura” equivale, pues, a costumbres, tradiciones, usos, sentimientos populares, valores, ideas, carácter nacional o popular etc. etc.

El hombre recibe la cultura a través de la familia, de la sociedad, de la patria, de la nación y el estado al que pertenece. Por eso todas estas realidades son tan entrañables para el hombre, porque, a pesar de todas sus limitaciones forman parte de la sustancia de su ser, del contenido de su humanidad. Sólo cuando el hombre reside largo tiempo en otra cultura, en otra patria, en otra sociedad, es cuando se da cuenta de hasta que punto su familia, su patria, su cultura, le son propias, le pertenecen y él mismo pertenece a ellas.

2. La raíz divina del hombre.

Ni la familia, ni el país, ni el medio social, ni la condición económica o cultural, pueden definir al hombre como hombre. Es cierto que cada hombre pertenece a una familia, a un país, a un medio social etc.; pero es más cierto todavía que cada hombre pertenece a Dios, y que Dios está más allá de toda esa cadena de pertenencias humanas. Él es el viento que sopla donde quiere (Jn 3,8), Él es la voz que ordena Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza (Dt 6,5). Dios dice a cada hombre “tú” (“Tú amarás”...) y mediante ese “tú”, Dios suscita en el hombre su interlocutor. El hombre es hombre porque es el interlocutor de Dios, y no por pertenecer a una familia o a una patria o a una cultura.

Esto se ve claro en la historia de Abraham, nuestro padre en la fe, pues la primera palabra que él recibe de Dios no es “quédate”, sino “vete”. Abraham es proyectado lejos de sus más queridas pertenencias: Deja tu tierra, tu parentela y la casa de tu padre, por el país que yo te indicaré (Gn 12, 1). Este país será un día la tierra de Canaán. Sin embargo su verdadero nombre es “alianza”, es decir, “relación”. Este es el nombre del país que habita todo creyente. Todo cristiano se sabe hijo de Abraham, convocado a la misma cita. No puede entrar en la historia de la fe sin aceptar el exilio.

Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba. Por la fe peregrinó por la Tierra Prometida como en tierra extraña, habitando en tiendas (Hb 11, 8-9). Esta condición de extranjero y peregrino va a ser propia, para siempre, de todo creyente. Del conjunto de todos los creyentes afirma, en efecto, la Escritura: En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra (Hb 11,13), pues todos ellos, al igual que Abraham, esperaban la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios (Hb 11,10).

3. La fe y la cultura, lo divino y lo humano.

La Palabra de Dios contempla la realidad de las naciones, es decir de las “culturas” humanas, de un modo ambivalente: por un lado las naciones expresan la variedad y la diferencia de lo humano y, en este sentido, son buenas y están queridas por Dios que, en la persona de Noé, ha establecido una alianza con todas ellas (Gn 9,1-17). Pues Dios ama esa diversidad como se ve en el relato de la torre de Babel (Gn 11,1-9). Pero, por otro lado, las naciones fácilmente son tentadas por el orgullo y empiezan a considerarse superiores las unas a las otras: pretenden acaparar la bendición de Dios, en vez de compartirla con todos los demás pueblos. Entonces los hombres se hacen incapaces de vivir como hermanos. En nuestro siglo el estado nazi tuvo la desfachatez de proclamar Gott mit uns (Dios está con nosotros).

El encuentro entre el cristianismo y las culturas humanas no carece de problemas. Pues, en el fondo, todas las culturas -las sociedades- acaban teniendo la tentación de querer responder a todas las necesidades del ser humano, es decir, de colmarlo por completo, de realizarlo exhaustivamente, de hacerlo feliz. Y esta pretensión se salda al precio de la libertad del hombre: la sociedad se encarga de satisfacer todas nuestras necesidades, pero siempre con la condición de que nosotros sintamos, pensemos y actuemos, como ella dictamine. El cristianismo, en cambio, proclama que sólo Dios puede hacer feliz al hombre, sólo Él puede colmar los anhelos de su corazón: nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti (San Agustín). De ahí que exista siempre un conflicto latente entre la fe y el mundo, entre la Iglesia y la sociedad, entre Dios y el césar.

Jesús dijo: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Lc 20,25). Con estas palabras el Señor nos da a entender que Él no ha venido a suprimir lo humano, que lo humano tiene su lugar, su consistencia y sus derechos, pero también sus límites. Así lo comprendió el apóstol san Pedro quien, tras afirmar que el cristiano se siente siempre peregrino y forastero (1Pe 2,11) en este mundo, se apresura a añadir que no por ello tiene que dejar de tomarse en serio las estructuras de este mundo: sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana: sea al rey (...) sea a los gobernantes (...) Pues ésta es la voluntad de Dios: que obrando el bien, cerréis la boca a los ignorantes insensatos (1Pe 2,15). Y así lo comprendieron también los primeros cristianos, quienes, en uno de sus escritos (la carta a Diogneto), afirman que los cristianos “habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros: toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña”.

Así pues Dios no separa al hombre de sus pertenencias y raíces humanas, sino que le confiere una mirada distinta para que las vea y las viva de una manera nueva, que incluye, por supuesto, la prohibición de absolutizarlas (cfr. nacionalismos). La intervención de Dios garantiza al hombre su libertad y le prohíbe encerrarse en el circuito de esas pertenencias, obligándole a abrirse a un horizonte último distinto de todas ellas: el Reino de Dios. Como en otro tiempo los hebreos delante del faraón, también los primeros mártires cristianos reivindicaron, jugándose la vida, el derecho a no prosternarse delante de la estatua del emperador, es decir, a proclamar la diferencia entre el Reino de Dios y cualquier sociedad humana, por perfecta que sea.

Por otra parte el cristianismo asume todas las riquezas culturales: ellas son como “la carne” en la que el único Señor se sigue encarnando, a través de su Esposa, que es la Iglesia. Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (Ga 3, 26-28). La Iglesia no existe más que para significar esta novedad de Cristo. Esta novedad se irá desarrollando en las relaciones humanas, que irán dejando de ser relaciones de dominación o de exclusión. La fe no destruirá de ningún modo el pasado religioso del judío o del griego; dejará a cada uno en la situación en que se encuentre en la organización social, y más aún, en su determinación como ser sexuado. Pero cambiará de manera radical la mirada humana sobre esas realidades.

Y la piedra de toque que permite medir la calidad cristiana de una cultura y de una sociedad será siempre la hospitalidad. Pues sólo quien ha entrado, a través de una elección espiritual, en el pueblo de los extranjeros y peregrinos, sabe acoger a quienes se encuentran en esa misma condición, recordando las palabras del Señor: Fui extranjero y me acogisteis (Mt 25,35).