II Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

14 de enero de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • Habla, Señor, que tu siervo escucha (1 Sam 3, 3b-10. 19)
  • Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad (Sal 39)
  • ¡Vuestros cuerpos son miembros de Cristo! (1 Cor 6, 13c-15a. 17-20)
  • Vieron dónde vivía y se quedaron con él (Jn 1, 35-42)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El evangelio de hoy, queridos hermanos, nos enseña qué es y cómo se hace el cristianismo. En él vemos que el cristianismo es, ante todo, un encuentro personal con Cristo. En este encuentro interviene siempre alguien que actúa como mediador, como aquel que me presenta a Cristo (en el evangelio de hoy Juan el Bautista y Andrés) y, por supuesto, el Espíritu Santo que abre los ojos del corazón para que reconozcamos en Jesús al Mesías, al Hijo de Dios vivo, al Salvador, a Aquel que viene a cumplir los deseos del corazón del hombre.

El encuentro con Cristo, nos enseña el evangelio de hoy, requiere tiempo, requiere un trato sosegado, tranquilo, que permita acogerlo y dejar que nuestro corazón se pronuncie sobre Él. Por eso los dos discípulos de Juan, que se van a convertir en discípulos de Jesús, le preguntan: “Maestro, ¿dónde vives?”; es decir, donde podemos entrar en intimidad contigo, conocer tu mundo interior, los contenidos de tu corazón, lo que a ti te interesa, te urge, te entusiasma, te mueve. Y Jesús acepta introducirlos en su casa: “Venid y lo veréis”.

Notemos que Jesús no les da un libro, un código de conducta, unas normas que cumplir. Jesús les da su amistad, les abre su corazón, acepta hablar, platicar, con ellos, dejarse conocer por ellos. En el cristianismo, lo primero, hermanos, es una amistad, una relación, un encuentro vivo. En ese encuentro, en el trato con Jesús, ellos irán descubriendo una manera nueva de ser hombre, una manera distinta de vivir: la que encarna y realiza ese hombre, Jesús de Nazaret. Y de Él, de su Persona, de su manera de ser, los discípulos deducirán cómo debe vivir todo aquel que quiera ser discípulo suyo, todo aquel que quiera vivir en la amistad con Él.

Y esta manera de vivir se nota en todo. La segunda lectura de hoy la describe a propósito de la sexualidad diciendo que el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo. Lo que significa que lo primero es una relación de amor, de pertenencia amorosa a Cristo y por eso el cuerpo “no es para la fornicación”, es decir, para la obtención de unas sensaciones, sino “para el Señor”, es decir, para vivir el misterio de una donación, de una entrega, de una alianza, realizada y vivida por amor. El cuerpo es para expresar, haciendo visible y tangible, el misterio nupcial por el que Cristo se une a cada uno de nosotros y nosotros a Él: “Que mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct 6,3). San Pablo escribe a los corintios: “Os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2Co 11,2).

El cuerpo forma parte de nuestro ser personal y todo lo que concierne al cuerpo, concierne directamente a nuestro ser personal. Nosotros los cristianos no separamos lo que Dios ha unido; y Dios ha unido en el ser del hombre el cuerpo, el alma y el espíritu o corazón: por eso todo lo que afecta a una cualquiera de estas dimensiones de nuestro ser, afecta también a las demás. La fornicación, que nuestra sociedad banaliza, alienta y celebra a través de los medios de comunicación social, separa el cuerpo del corazón: tomar el cuerpo de una persona o entregar el propio cuerpo a otra persona, sin tomar y entregar el propio corazón, es decir, la propia vida, la propia historia, el propio ser, es separar lo que Dios ha unido, y es mentir, porque mientras que mi cuerpo dice “soy tuyo”, mi corazón lo niega.

El cuerpo expresa a la persona humana en su fragilidad, en su debilidad, en sus carencias y necesidades; y precisamente por eso la entrega del propio cuerpo exige las máximas garantías. Por eso la Iglesia enseña que las relaciones sexuales sólo son legítimas dentro del matrimonio. Pues sólo la alianza nupcial, con la donación total y para siempre que comporta, es el marco en el que puede ser entregado y tomado el propio cuerpo; porque la fidelidad y la indisolubilidad del matrimonio garantizan que con la entrega del cuerpo se está entregando también el corazón y con él la totalidad del propio ser. Y sólo así estamos a la altura de la dignidad de la persona humana.

Y todo esto lo hemos aprendido de Él. Pues Él, Cristo, el Señor, no separaba sus gestos de su corazón. Cuando Él bendecía, cuando Él imponía las manos, cuando Él abrazaba a los niños, cuando tocaba a los enfermos, cuando permitía que la pecadora besara sus pies y los enjugara con sus lágrimas, era el Verbo de Dios quien bendecía, quien imponía las manos, quien abrazaba, quien tocaba o se dejaba besar. En Él no hay fisuras ni dualidades: su cuerpo expresa de manera transparente y perfecta la verdad de su corazón y de todo su ser. Sus gestos jamás mentían; mintió Judas con su beso, que no indicaba amistad sino traición; pero Él no mintió jamás. Contemplándole y tratándole, también nosotros vamos aprendiendo a no mentir jamás, ni con las palabras, ni menos aún, con los gestos. Y así va surgiendo en el mundo una humanidad nueva: la prolongación de la humanidad del Verbo de Dios, la presencia de Cristo en medio de los hombres, a través de nosotros. Que el Él nos conceda estar a la altura de esta vocación tan grande y tan bella.