XV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

16 de julio de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • La lluvia hace germinar la tierra (Is 55, 10-11)
  • La semilla cayó en tierra buena, y dio fruto (Sal 64)
  • a creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8, 18-23)
  • Salió el sembrador a sembrar (Mt 13, 1-23)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Casi con toda probabilidad podemos afirmar que esta parábola fue pronunciada por el Señor a causa de un cierto desánimo que había en sus discípulos. Éstos, en efecto, veían que eran muchas las personas que escuchaban la predicación del Señor, pero que, sin embargo, no todos se convertían en discípulos suyos. Es una cuestión siempre actual, que no vale sólo de la predicación de Jesús sino también de la predicación de la Iglesia (que es sustancialmente la misma predicación de Jesús) a lo largo de la historia. La parábola sale al paso de esta cuestión y afirma una cosa muy sencilla: que el fruto de la predicación no depende sólo de la semilla que se siembra sino también del terreno que la acoge.

A este respecto la parábola se recrea en la contemplación de los diferentes tipos de “terreno” que la Palabra de Dios puede encontrar. Todos comprendemos que el “terreno” es el corazón del hombre. La parábola viene a decirnos: no todos los corazones son iguales y por eso la misma predicación no da el mismo fruto en todos.

Hay terrenos completamente opacos a la predicación (“al borde del camino”), terrenos donde la tierra está endurecida y por eso la semilla no puede ni siquiera entrar. Todos sabemos que, para poder sembrar, antes hay que arar la tierra y dejarla mullida, para que la semilla pueda ser recibida en ella. ¿Cómo “arar” esa tierra, como “abrirla” para que pueda recibir la semilla del Reino? Parece que la única solución posible sea el sufrimiento, que rompe la costra de falsas seguridades que los hombres nos construimos. Ciertamente el Señor no ama vernos sufrir y nunca el sufrimiento es para Él un objetivo por sí mismo; pero tal vez los hombres no le dejamos otra posibilidad para que pueda abrir nuestro corazón endurecido a su gracia. Como dice un salmo: “me estuvo bien el sufrir, así aprendí tus mandatos”.

Otros corazones están abiertos, pero no están dispuestos a sufrir lo más mínimo a causa de la palabra de Dios, a causa del Reino de los cielos. Son los terrenos pedregosos. Es el caso de quienes quieren ser cristianos pero siendo social, cultural y políticamente correctos, no son capaces de soportar la tensión entre Dios y el mundo, entre la sociedad y la Iglesia, y como ven que la fidelidad a Dios les trae problemas, se echan hacia atrás.

Están también los que sinceramente quieren ser cristianos, pero haciendo del cristianismo “una cosa más” de su vida, en vez de hacer de él el eje y el centro de su vida. Quieren que sus hijos vayan a la catequesis pero sin dejar de ir a judo, kárate, informática, ballet, inglés etc. etc. y, al final, para lo que no hay tiempo es para la catequesis, para la fe, para Dios, porque son incapaces de subordinar todo lo demás a la fe. Pero Dios no viene a nosotros para ser “una cosa más” en nuestra vida sino para ser el primero en ella. Es el terreno lleno de zarzas: uno se “enreda” en ellas.

Finalmente están también los corazones abiertos a la Palabra de Dios y dispuestos a que ella sea lo primero en su vida. Éstos son los que dan fruto y son gratos a Dios. “Así dice el Señor: los cielos son mi trono y la tierra el estrado de mis pies (…) Y ¿en quién voy a fijarme? En el humilde y contrito que tiembla a mi palabra” (Is 66,1-2).

¿Qué conclusiones debemos sacar de esta parábola? Por lo menos tres.

La primera consiste en recordar que, si eres sembrador de la Palabra del Reino -y todos lo somos, por el hecho de ser cristianos- lo más importante es que la semilla que sembremos sea, de verdad, la semilla del Reino de Dios. No existimos para sembrar la semilla de los derechos humanos, o de la difusión cultural o artística, o para gestionar el tiempo libre; existimos -los cristianos- para sembrar la semilla del Reino de Dios. Por lo tanto, cada vez que hablamos de Dios, o de su Iglesia, o de su Reino, preocupémonos de hablar de eso, de presentar el cristianismo como lo que es: no un ambulatorio de la seguridad social o un puesto de la Cruz Roja, sino el anuncio de la novedad que, por Cristo, se le ofrece al hombre, el anuncio del don del Espíritu Santo.

La segunda conclusión es la que expresa la parábola diciendo: “el que tenga oídos que oiga”; lo que es como decir: que cada cual se aplique el cuento. Y lo que el cuento dice es: ¿qué clase de tierra soy yo, qué clase de terreno es mi corazón? Porque si no soy “tierra buena” no podré nunca verificar la verdad del cristianismo.

Y la tercera conclusión es la que se expresa en las palabras: “unos ciento, otros sesenta, otros treinta”: Dios no te pide que seas el que más fruto da, sino que des fruto. Hay que evitar la tentación del “o todo o nada”, la tentación de decir “o soy un excelente cristiano o no soy cristiano”. Porque ese planteamiento viene del orgullo. Lo importante es que te dejes fecundar por la semilla del Reino, que la dejes obrar en ti y que no desprecies su fruto, aunque sea poco, porque Dios no lo desprecia.