XIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

2 de julio de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Es un hombre santo de Dios; se retirará aquí (2 Re 4, 8-11. 14-16a)
  • Cantaré eternamente las misericordias del Señor (Sal 88)
  • Sepultados con él por el bautismo, andemos en una vida nueva (Rom 6, 3-4. 8-11)
  • El que no carga con la cruz no es digno de mí (Mt 10, 37-42)
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En el evangelio de hoy, queridos hermanos, el Señor nos habla de la relación de los discípulos con Él y de la relación entre los discípulos y los demás hombres.

Al describirnos cómo debe ser la relación de los discípulos con Él, el Señor nos dice que deben preferirle a él antes que a la familia –tanto a los padres como a los hijos-, que no deben rehuir el sufrimiento –la cruz- para seguirle y que entre “asegurar” la propia vida o perderla por Él, el discípulo debe de estar siempre dispuesto a esto último, que es lo que hará que, verdaderamente, “encuentre” su vida. Jesús pretende de sus discípulos un amor sin límites, sin medida ni condiciones, por encima del amor a los padres, a los hijos, al propio bienestar y a la propia vida, de manera que si surge un conflicto entre lo que debemos a Jesús y lo que nos exigen otras personas, prefiramos siempre a Jesús.

Para muchos de sus oyentes estas pretensiones de Jesús resultan excesivas porque apuntan en una dirección muy clara: la de afirmar que la relación con Dios se juega en la relación con Él, con Jesús de Nazaret, en vez de jugarse en la observancia de los mandamientos, de la Torah que el Señor dio a Moisés. Y ese es precisamente el núcleo del anuncio de Jesús, de su kerigma, de su predicación: decir a los hombres que es en la relación con él, con el hombre Jesús de Nazaret, donde el hombre se juega su relación con Dios, donde el hombre decide su destino eterno. Así lo mostró el Señor en múltiples ocasiones, en las que subordinó el tercer mandamiento –la observancia del sábado- o el cuarto mandamiento –honrar padre y madre- a la relación con su persona. “Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt 18, 21) fue la respuesta que dio al discípulo que le pedía permiso para ir a enterrar a su padre. “El Hijo del hombre es señor del sábado” (Mt 12, 8), argumentó Jesús cuando acusaron a sus discípulos de arrancar espigas en un día de sábado, respuesta muy atrevida porque el sábado es el día del Señor y sólo Dios es su dueño. De ahí que llegara el conflicto inevitable entre las autoridades judías y Jesús: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10 33).

El Señor nos habla también de la relación entre nosotros, los discípulos, y el resto de los hombres, y nos dice que lo que los hombres hagan o dejen de hacer con nosotros –los discípulos- Él lo considera como hecho o no hecho a Él mismo: “El que os recibe a vosotros, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a Aquel que me ha enviado” (Mt 10, 40). Cuando Saúl –que se llamará en lo sucesivo Pablo- perseguía a los cristianos y fue encontrado por Cristo en el camino de Damasco, oyó que el Señor le decía: “Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? (…) Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (He 9, 4-5).

De modo que se nos revela el misterio de la mística identificación de Jesús con sus discípulos. Este misterio se llama Iglesia y san Pablo la describirá como el cuerpo de Cristo. El cuerpo es el lugar de la presencia personal del hombre en el mundo y ante los demás hombres. A través de nosotros, de los discípulos, Cristo, después de su ascensión al cielo, sigue presente en medio de los hombres y puede alcanzar a cada hombre con su Palabra –por la predicación de la Iglesia- y “tocarlo”, sanándolo, mediante los sacramentos de la Iglesia. Nosotros somos, hermanos, la presencia viviente de Cristo a lo largo de la historia, para que todos los hombres, aunque hayan nacido dos mil años después de la ascensión de Jesucristo al cielo, puedan escucharle, encontrarle, ser alcanzados por Él y recibir el beneficio de su fuerza sanadora.

Este misterio exige de nosotros un gran esfuerzo de conversión, porque la diferencia entre Cristo y cada uno de nosotros es inmensa. Y sin embargo, el Señor quiere hacerse presente a través nuestro; por eso debemos procurar desarrollar en nosotros la semejanza con Cristo, para no ser sólo instrumentos suyos, sino iconos suyos, lugares de su presencia personal. Para ello debemos ser totalmente dóciles al Espíritu Santo, que es quien, con su acción, con su gracia, nos ‘cristifica’, imprimiendo en cada uno de nosotros la “mente de Cristo” (1Co 2, 16). También exige de nosotros la fidelidad: es tan alto el honor y la responsabilidad que se nos ha confiado, que no podemos dimitir de ella.

Que el Señor nos la conceda.