Acoger la realidad

(La novela relata la historia de Dani, un joven adicto al alcohol, que entra a trabajar en una cooperativa que se encarga de la limpieza del hospital Bambino Gesù –Niño Jesús- de Roma, un hospital de la Iglesia en el que se atiende a los niños enfermos. En su lucha contra el alcohol, que ha deteriorado la relación con sus padres y sus hermanos, consigue no beber de lunes a viernes, pero reservándose el fin de semana para el vino blanco. La novela narra cómo la confrontación con el dolor, la enfermedad y, a veces, la muerte, de los niños, ayudan a Dani a reencontrar su propia humanidad)

A la altura de la vidriera modernista hay dos jóvenes de pie, la madre tiene en brazos a un niño mientras que el padre juega con él, le muestra la fuente del jardín interior, hace reír al hijo haciendo muecas y sacándole la lengua. Cuando estoy a no más de un metro de ellos los dos padres se giran, y con ellos el niño. El pequeño tendrá unos tres años, aparte de los ojos, su rostro no existe. En lugar de la nariz, de la boca, hay agujeros de carne roja. Clavo la mirada en el mármol del suelo, paso a su lado sin volver a mirarlos. En el almacén, mientras preparo el carro, llego a la certeza de que he alcanzado el nivel de saturación. Basta. Con este hospital, con todos estos niños enfermos, lisiados, deformes, muertos. Basta. Me fumo un cigarrillo, luego otro, hago tiempo esperando que los dos jóvenes y su hijo desfigurado se vayan.

Las risas del niño son lo primero que llega. Siguen ahí. Sin embargo, ahora no están solos. Delante de ellos hay una monja, es anciana, está inclinada hacia delante, con su rostro acaricia el rostro tremendo del niño.

“Guapo, tú eres el tesoro de papá y mamá, ¿verdad?”.

Toma una manita y la besa, él quizá por las cosquillas estalla en risas, la monja no tendrá menos de ochenta años, tiene el rostro rollizo, blanco como la leche.

“Entonces no eres solo guapo, también eres simpático, ¿te gusta?”. Y vuelve a pasar la manita por su boca, por la barbilla, porque a él le gusta. Después la monja se endereza, mira al padre y a la madre.

“¿Habéis oído qué carcajadas? Este dentro no tiene plata, tiene oro vivo”.

Lo besa, sin preocuparse de su rostro, ni de nada.

Sigo empujando el carro de los cubos y escobillones. Estoy aturdido, no consigo entenderlo, descifrarlo.

He visto algo humano y al mismo tiempo de otro mundo, como un rito proveniente de una tierra muy lejana, dentro de mí no logro encontrar instrumentos para traducirlo a mi lengua.

(…)

No hay que entender, comprender.

Hay que acoger lo humano con toda la fuerza que se nos concede. Llegar a la belleza que no conoce la descomposición, al núcleo primero e inviolable.

Plantar cara al horror para atravesarlo.

Esta es la primacía de amor que vi en los ojos de aquella monja. Una cumbre, una cumbre destinada a pocos. Únicamente a quien no retrocede nunca frente a la realidad, ni cierra nunca los ojos, con una inmensa valentía en la sangre, más fuerte que cualquier miedo o egoísmo.

No se llega ahí sin valentía.

De repente, me llueven delante de los ojos los últimos años de mi vida. Cuántas palabras, nombres de drogas y enfermedades, sólo para decir que no tengo la valentía para vivir y ver vivir a las personas a las que amo, aceptando los golpes del destino, porque solo puede ser así, consumiéndome en la cercanía, en la aceptación de todo horror posible, viviéndolo por lo que es realmente: un diafragma. Un velo negro que desgarrar. Detrás de ese velo nos mantenemos niños, todos. Siempre.

Perderé la luz de este momento, no sé si poco a poco o toda de golpe.

Pero la testimoniaré siempre, porque uno solo de estos momentos basta para iluminar toda una vida.

Llego al Bambino Gesù jadeando un poco, es fácil bajar, pero volver subiendo desde el Lungotevere mucho menos.

En la barrera de la entrada, después de hacer sopesado cada palabra, incluso las pausas entre una y otra, agarro el móvil.

“Mamá, yo desde hoy lo dejo, basta”.

Mi madre se queda muda, me llega solo su respiración, después oigo que deja lo que estaba haciendo.

“¿Y qué es lo que te hace estar tan convencido?”.

“No se trata de estar convencido o de haber entendido algo, sino de que ya no puedo permitir por más tiempo huir, o tener la vista nublada, quiero mirar las cosas a la cara”.

Vuelve el silencio, ella reanuda lo que estaba haciendo, quizá fregar el suelo.

“Yo te hice nacer, pero renacer te corresponde solo a ti”.



Autor: Daniele MENCARELLI
Título: La casa de las miradas
Ediciones Encuentro, Madrid, 2020, (pp. 223-224; 229-230)